La televisión persigue vorazmente el primer plano. Es el éxtasis de su única gramática: la afirmación perenne. Como la ficción ya emigró hacia las plataformas, lo que le queda a la TV son cocineros (una forma erotizada con cosas que nadie nunca jamás hará en su casa) y ese periodismo sin preguntas, destinado a reclutar adeptos para el enojo. El episodio de Alfredo Casero con Majul, que va de un punto de vista sesgado a otro también sesgado, se ofrece como incitación a extraer conclusiones generales: que el hartazgo se debe a que la sociedad argentina no se siente escuchada, que todos los periodistas son así, que todos los políticos hacen asá.
En el ingreso al CBC se aprende algo elemental sobre la lógica: de premisas existenciales (particulares) no se pueden extraer conclusiones universales. Pero la televisión siempre ha estado allí para crear esa ilusión de realidad que carece de lógica. De un grupo de periodistas sentados para burlarse de su invitado a la espera del rating no se puede deducir nada sobre los periodistas en general o los invitados en general.
¿Cuándo volverá la TV a eso que otrora se llamó magia, y que quizá sea –precisamente– la aceptación de la falta total de lógica, casi siempre con fines de entretenimiento banal, de sala de espera, de anotación al pie de una realidad que no se analiza así, con estas herramientas?
De la magia chota del primer plano voraz al cultivo del ejercicio del odio. Igual creo que los que hacen televisión saben que es un medio con muy poco tiempo más de vida. Asistimos a estos postreros y coloridos estertores, estos manchones.