Unos hablan, vociferan impotentes, amenazan y hasta se han emporcado en una pugna que los paraliza en el Congreso; los otros, ella en realidad, también fatiga la palabra con exceso, se nubla de soberbia en la actuación, pero de vez en vez firma una medida que remite al peronismo básico. A ese origen con el cual su marido se comenzó a sentir identificado hace unos meses por conveniencia, luego de un olvido de años, para conservar como propios los votos de los intendentes bonaerenses, quizás la porción más dominante de todo el mapa electoral argentino. El fundamento para llegar –por lo menos– a la doble vuelta en 2011, de acuerdo con el diseño que él mismo hizo de la última reforma política. Pero si él opera con ese criterio territorial, como Perón lo hizo cuando dividió electoralmente el país, su mujer parece haberse interesado en otros factores que caracterizaron al peronismo de antaño: el subsidio universal para los niños y la promesa de entregarle computadoras a todos los alumnos del secundario implican, sin duda, un regreso a esos llamados derechos sociales que promovió Perón, lo que entonces le resultó clave para conseguir adhesiones políticas y renovarse en el poder. Más fruto del facilismo para distribuir las cuantiosas reservas de oro del Banco Central que de la imposición de una política que hiciera crecer la Argentina y, en ese marco, distribuir la riqueza. Esa, sin embargo, es otra discusión. Lo concreto, finalmente, es que unos hablan, pronuncian discursos, el enredo legislativo les impide resolver sus propias acciones y el Gobierno, mientras, produce ciertos hechos de impacto popular cuya consecuencia cuesta aún discernir. Al menos, para contar en las urnas. Se vale Cristina de proyectos ajenos, ya que el subsidio a los chicos fue machacado largamente por Elisa Carrió y sus adláteres, y lo de las computadoras constituyen una réplica manifiesta de lo que hicieron los Rodríguez Saá en San Luis o el Frente en el Uruguay. En política, sin embargo, no cuentan los derechos de autor. Nadie pregunta por la idea al pasar por la boletería. Tampoco Perón era un iluminado en la materia, simplemente –como si fuera un japonés– copió las demandas que reclamaba el socialismo desde hacía décadas. Lo curioso de entonces es que, a pesar de incorporar esos derechos sociales, de haberse comido la materia prima o cerebral de otros, Perón no logró que esas corrientes progresistas lo acompañaran –salvo contadas expresiones–, más bien lo rechazaran y combatieran. Habrá que observar esta nueva remake peronista que, justo es admitirlo, no figuró en la Administración de Néstor, más apegada a otras costumbres. Y lo que encierra este reparto protagonizado por Cristina, con pasión evitista, por lo tanto actoral, que se reduce a distribuciones directas, tangibles. Peronismo de los 50, una política que no parece, pero que ya es. Sin demasiada atención a los costos, ya que los beneficiarios de algun rédito no previsto difícilmente se interesarán en saber si ha fracasado o no la gestión contra la pobreza o la pérdida del empleo. La lluvia del cielo siempre suele ser bienvenida, más entre los que poco tienen.
Esas dos medidas sociales han sido una forma de maniatar a la oposición, inclusive volvieron afónicos a ciertos sectores no afines. Quienes, como los pobres, no se preocupan por las nuevas deudas del Gobierno o porque a éste no le alcanza el dinero, se tapan los ojos con la nueva etapa de crecimiento económico. En apariencia, los Kirchner –quizás ahora ella más que él– han entendido esta realidad ventajosa de utilizar los recursos que hicieron famoso al peronismo en el siglo pasado y, por encima o complemento de otras leyes –la de medios, su objetivo central–, descubren que a través de estas concesiones se acercan más a la simpatía popular. Y a la gente, a su vez, poco le importa si este ejercicio se ampara en la búsqueda de votos. Ni siquiera se vuelve ansiosa por el alza del costo de vida, ni se escandaliza por el engaño del INDEC: mientras haya plata y, cuando no alcance, haya aumentos, la paz será con todos aunque el ingreso se deteriore. Y eso, en el Gobierno, hay sentimiento de que se debe mantener.
Está claro que la batalla de los Kirchner será en el peronismo, con armas típicas, quizás convencidos de que en ese núcleo está el rival que verdaderamente los derrumbe. No parece que los asuste el radicalismo, sea con Julio Cobos, Ernesto Sanz y eventualmente Ricardo Alfonsín. Menos Elisa Carrió, casi desentendida de las aspiraciones principales y, por supuesto, no consideran sellos particulares y expresivos de la izquierda, a reclutar condicionales sólo en ciertas capitales. Además, con las penurias judiciales que atraviesa Mauricio Macri, de las cuales saldrá, al menos, con el rasguño ostensible del procesamiento, no quedan adversarios en ese frente. Salvo, claro, en el justicialismo: léase Eduardo Duhalde, Francisco de Narváez, Carlos Reutemann. El orden de los apellidos no indica prelación. Como del santafecino poco se sabe –es curioso que se diga que no será candidato cuando él mismo no sabe si será candidato–, la fotografía de hoy señala que sólo Duhalde y De Narváez constituyen un riesgo cierto para el oficialismo. Al menos, pensando en el año próximo y desde el corazón del peronismo. Si en anteriores ocasiones no ofrecía demasiado entusiasmo por la candidatura presidencial, ahora debe admitirse que la persigue con un esfuerzo denodado. Tanto que hasta puede creerse su propio eslogan de que es un estadista, de que es el hombre para las circunstancias tan temidas que ofrecerá la Argentina después de dos mandatos kirchneristas.
A De Narváez, Duhalde sólo le imputa su condición de colombiano. Es decir, para su interpretación, puede ser lo que quiera, menos presidente de la Nación. A su vez, De Narváez construye su propio proyecto, por decirlo con las palabras que gustan consumir los políticos. Alentado por el favor de las encuestas, hace tiempo que abandonó su intención de gobernar la provincia de Buenos Aires –donde hasta había comprado una casa en La Plata– y persiste en su aspiración presidencial. La Corte Suprema todavía de De Narváez no recibió nada, apenas si sus miembros han mostrado curiosidad ante algún emisario. Inclusive, tampoco saben si el caso –en la eventualidad de que tomara cuerpo– llegaría a la discusión de ese supremo, tal vez se diluya en instancias menores. O se consolide en esas instancias menores.
Si esta es la fotografía actual, el debate y el desenlace anida y se reduce al peronismo. Sea con los Kirchner en esta etapa de reparto directo o con los exponentes de la crítica interna, como Duhalde y De Narváez en primer lugar, con Reutemann en otro escalón. El resto parece confundido en el Parlamento, discutiendo formalidades o confiando en la presencia de Carlos Menem para dar quórum. Parece obvio que, luego de cuatro inasistencias públicas, el riojano no puede suponer que alguien crea que no es funcional al kirchnerismo, cualquiera sea la razón a exponer. Por supuesto que resulta dudoso imaginar un pacto entre él y el matrimonio, pero otro tipo de sospecha vuelve aún más agraviante el caso. Debe convenirse, sin embargo, que si Menem finalmente diera el quórum esta semana en el Senado, es probable que la oposición no lograría disponer de votos suficientes para voltear iniciativas del gobierno (DNU, Marcó del Pont) o cambiarles la dirección a otras (impuesto al cheque). En ese plano, al margen de los gustos, habrá que reconocer cierta capacidad en la Casa Rosada para reunir en su haber –a través del medio que a uno se le ocurra– opiniones que parecían contrarias, sobre todo, del género femenino, las más interesadas en la borocotización.