Las estrellas de la televisión, los conductores de programas masivos, personas de muy alta visibilidad, suelen tener desarrollada su sensibilidad al clima de opinión. Administrar un alto rating en la TV requiere una sintonía aguda con el público, al menos con vastas porciones de él. Esas personas captan el sentir de su público y eventualmente hablan de eso. ¿Son por eso líderes de opinión en temas ajenos a los que tratan habitualmente? Que un comentarista político influya en alguna medida en la opinión pública con sus propias opiniones es algo esperable; no es tan obvio que quienes se destacan por otras capacidades influyan en el público cuando opinan sobre política.
Sí debería esperarse, en cambio, que los políticos influyeran en las opiniones de mucha gente. Sin embargo, tal vez sorprendentemente, no influyen tanto.
En el mundo del espectáculo el nivel de reconocimiento que alcanzan algunas personas tiende a ir asociado a su imagen positiva. Hay una causa simple: si una figura de la TV no gusta, el mercado tiende a hacerla a un lado, y si desaparece de la pantalla por un tiempo su nivel de reconocimiento baja. En la política no sucede lo mismo. En nuestro país, la relación entre el grado de conocimiento y la imagen positiva de los políticos es asombrosamente negativa: a más conocimiento, peor imagen. Eso explica la popularidad de la gente que actúa en la televisión, que contrasta con la baja estima que está generando la actuación en la política.
Dicho eso, parece que algunos dirigentes políticos esperan que los personajes televisivos no abran la boca para hablar de temas de interés político. Desde el Gobierno se enojan porque algunas estrellas dicen algunas cosas que piensan. Ya antes, algunos políticos de distinto signo que el actual gobierno se enojaron por la intrusión mediática en los asuntos de la política.
Hay que reconocer, además, que la política se ha vuelto parte del mundo del espectáculo y ha salido del mundo de los ‘asuntos serios’ que interesan a mucha gente. ¿Qué mejor entonces, para un constructor de entretenimientos televisivos, que incorporar la política a su propio mundo y potenciarla como espectáculo? Eso molesta a algunos políticos; otros expresan malestar cuando los comediantes se ocupan de asuntos de índole política con una seriedad ajena a la comedia. De pronto, no es que hacen bien lo que entretiene sino que hablan seriamente de las cosas de la política que a la gente le preocupan.
Es posible que –como tantos ciudadanos menos visibles– estos personajes de la televisión estén bastante cansados o afectados por lo que sucede a su alrededor, que encuentren que pocos políticos se hacen cargo de esas cosas y que aun menos se sienten responsables, ante sus votantes, de todo lo que no anda bien; y por eso se decidan a hablar. Es posible que si más políticos hablasen de esas mismas cosas, menos estrellas televisivas estarían movidas a hacerlo y, eventualmente, algunas de ellas elegirían apoyar a algún político que expresa lo que piensan.
Y, en última instancia, ¿por qué no habrían de hablar las estrellas televisivas? Son ciudadanos como todos, tienen una tribuna a su disposición, gozan de alta estima, muchísima gente está expuesta a lo que dicen, y creen oportuno opinar haciendo uso de la libertad de expresión de la que todos disponemos pero que solamente algunos –precisamente, personas como ellas– pueden usar para potenciar el alcance de lo que dicen.
Ahora, ¿significa eso que influyen, en el sentido estricto de que lo que dicen modifica opiniones que no serían las mismas si ellos no hablasen? En absoluto. Juzgar a la opinión pública como algo tan volátil y tan prensa-dependiente que sólo los comunicadores mediáticos pueden transformar es simplificar la realidad, es menospreciar al ciudadano que forma sus opiniones en su cabeza y no sólo en sus oídos. Además, si fuera cierto que la opinión pública es amalgamada solamente por los medios de prensa, los políticos deberían sentirse tentados a abandonar su oficio. No habría evidencia más contundente de su fracaso.
Gran parte de lo que se dice en este mundo cae en dos categorías: o es irrelevante o sirve al propósito de producir catarsis o lograr identificación en quienes escuchan algo que ya piensan y les hace bien escucharlo. Posiblemente cuando un Tinelli, una Legrand o una Giménez dicen lo que piensan, produzcan ese efecto catártico. Es improbable que caiga en la irrelevancia –en todo caso, si ése fuera su destino inicial, los mismos políticos se ocupan de ponerlo de relieve y terminan tornándolo relevante–. También es improbable que lo que esa gente dice modifique la distribución de las opiniones en la sociedad.
Rector de la Universidad Torcuato Di Tella