El asesinato del fotógrafo de Editorial Perfil José Luis Cabezas, en enero de 1997, se produjo 13 meses después de que una bomba destruyera la recepción del edificio de Editorial Perfil en la madrugada previa a la Nochebuena de 1995. Esa fue la segunda bomba frente al mismo edificio, la primera había sido en noviembre de 1992, ambas durante la presidencia de Carlos Menem y cada una de ellas contemporáneas a diferentes notas sobre Alfredo Yabrán.
Fue tan contundente la defensa al periodismo ante el asesinato de José Luis Cabezas por parte de toda la sociedad que Alfredo Yabrán terminó suicidándose y su familia yéndose a vivir al exterior para siempre. Tan duro castigo social generó anticuerpos durante muchos años frente a hechos similares y fue aleccionador para los violentos: quien atentara contra la vida de periodistas padecería consecuencias severas porque la visibilidad que el hecho tendría haría imposible la impunidad.
Argentina no tuvo que sufrir más asesinatos de periodistas mientras que en muchos países de Latinoamérica continuó siendo una plaga persistente. Durante las tres presidencias de Néstor y Cristina Kirchner, las agresiones contra los medios y periodistas fueron muchas y graves pero no se llegó a que aquella violencia oral generara un daño físico irreparable.
La pregunta es cuánto de aquella violencia discursiva pudo haber creado condiciones para que, tiempo después, renaciera la violencia física. Cuánto de aquella violencia oral no terminó germinando ahora, diez años después del pico de conflictividad entre un gobierno y el periodismo.
Y cuánto de esa filosa oralidad inspiró a las nueve personas que arrojaron bombas incendiarias frente al edificio de Clarín a la noche del feriado del lunes pasado, Día de la Soberanía Nacional.
Merece otra reflexión el deterioro cognitivo de eventuales violentos que no tienen registro generacional de qué les sucedió a quienes asesinaron a José Luis Cabezas ni mucha conciencia de que hoy en la Ciudad de Buenos Aires hay cámaras que registran prácticamente todos los movimientos. Atacantes que dejan de actuar con la lógica de ponderar riesgos o no ser disuadidos cuando las resistencias y las consecuencias de la violencia sean altas se hacen aún más peligrosos.
En los 90, después de dos bombas –1992 y 1995–, pasaron solo 13 meses hasta el asesinato de José Luis Cabezas
La ignorancia los convierte en más persuasibles, tienen menos capacidad de distinguir metáforas y metonimias de lo literal, son especialmente sentibles a los tonos altisonantes del decir y los adjetivos de lo dicho más que a la sustancia de lo que se narra.
Nada justifica la violencia, ningún violento estará nunca exculpado por inspirarse en discursos violentos de terceros, pero sería muy prudente que todos aquellos que intervienen en el debate público contribuyeran a desarmar las retóricas inflamadas de odio.
Los que intervienen en el debate público no deberían minimizar la gravedad simbólica de las bombas molotov frente al edificio de Clarín. No son ellas en sí mismas lo grave, sino que puedan ser el mojón de inicio de otra forma de beligerancia, el kilómetro cero de un ciclo como el que se vivió en los años 90, con bombas en Perfil y derivó en el asesinato de un periodista. Que la vida de José Luis Cabezas vuelva a servir para recordar a los protagonistas del debate público la necesidad de morigerar el lenguaje confrontativo.
Cuando pusieron la primera bomba en Perfil, en 1992, el presidente Carlos Menem condenó “enérgicamente el atentado” e impartió “expresas directivas a los organismos de seguridad del Estado para que efectúen una exhaustiva investigación en procura del total esclarecimiento del hecho”.
En la bomba de 1995 nuevamente el gobierno de Menem manifestó “el repudio total a este tipo de violencia que ya no tiene lugar en el país”, prometiendo “una rápida investigación para tratar de identificar y detener a sus autores”, “no se trata de un atentado contra una editorial sino contra todos”.
Las manifestaciones del gobierno actual fueron similares. La causa judicial de aquellos dos atentados con bombas tiene la misma carátula que la de las bombas en Clarín: “Intimidación pública”. Ojalá esta vez sea diferente y se pueda detener la escalada para que no se repitan daños irreparables.