Hace unas horas, en un ensayo, no recuerdo muy bien por qué, un actor y yo nos dimos la mano. El gesto, antes natural, me pareció tan absurdo que me quedé paralizado un nanosegundo (el tiempo en el escenario se mide diferente). Pero la sensación perduró: las manos firmes, los dedos alineados, el apretón decidido, como un mensaje o una confirmación de contacto. Parece que el gesto de darse la mano nació como una forma cavernícola de mostrarla vacía al desconocido, es decir, sin armas, sin cuchillo, sin garrote. Una manera de atar con el otro un nudo de confianza. O de mostrarle que nuestra intención no es matarlo por ahora.
Hoy la mano es vehículo de otras armas; son los virus. Así que dejamos de usarla para darla en gesto de saludo, como invitación a hacer algo juntos. La mano desarmada comenzó a ser un apéndice roñoso que merece bañarse en alcohol al entrar en los negocios, su presencia al final del brazo es más amenaza que invitación.
Sentí físicamente cuánto tiempo hacía que no daba una mano. Pero esto no es sólo por la pandemia. Mucho antes, y creo recordar que fue hacia 1982, el varonil saludo de darse la mano fue reemplazado por el beso en la mejilla. Lo recuerdo porque yo empezaba el secundario y –de un mes al otro- los varones dejamos de jugar a ser adultos y volvimos a dar beso como cuando éramos los niños que aún éramos.
Como fuere, darse la mano entre hombres se ha vuelto un gesto extraño, reemplazado por puñito, por la broma, por el quiero y no quiero, tan extraño que el otro día, cuando lo hice, sentí algo en la mano, algo en el cuerpo, algo humano olvidado que de alguna manera tuvo que ver con Peter Brook, el gran maestro del teatro, que se fue para siempre esta semana. En sus obituarios se destaca que quizás se fue uno de los últimos humanistas. ¿Qué querrán decir? Especulo en voz alta. Su poética del espacio vacío, sólo llenado de actores (de humanos) escapa de toda tecnología que no sea la del alma y sus misterios. En una época se decía que uno de sus actores africanos era capaz de hacer llover. Nunca lo verifiqué pero fui a verlo esperando lluvia. Esa expansión del alma puesta bajo la lupa del teatro parece estar en merma. Tanto que -al irse Brook- lo primero en lo que pensamos es en el retroceso de lo humano en general. Sus últimas piezas estuvieron asimismo muy enfocadas en África, donde las crisis humanitarias están a la orden del día aunque a la agenda global poco le importe. Peter parece haber descubierto para Europa que África no es una sola cosa inamovible, sino que hay en ella infinitas Áfricas y que su representación es inagotable.
Las exequias de Brook deberían haber sido espectaculares y sobrias. Yo hubiera puesto su cuerpo en una balsa en llamas empujada por algún río lento hacia el mar del Norte; yo hubiera visto esas llamas perderse en el horizonte del mundo que habitamos para avizorar del otro lado del fuego caprichoso un otro mundo. Pero en cambio, sólo di una mano, sentí músculos, huesos, calor, pulsos, y me quedé pensando un nanosegundo inútil que después fue devorado por el tiempo alrededor.