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De atrás para adelante

Participo en Lima de un coloquio cuyo escabroso título es “El futuro de la palabra”. No sé qué va a salir del intercambio pero nos han pedido que bocetemos cinco minutos de estímulos sobre este tema y yo, desfachatado, pienso que la palabra no tiene ningún futuro, así como no tuvo tampoco pasado.

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default | CEDOC

Participo en Lima de un coloquio cuyo escabroso título es “El futuro de la palabra”. No sé qué va a salir del intercambio pero nos han pedido que bocetemos cinco minutos de estímulos sobre este tema y yo, desfachatado, pienso que la palabra no tiene ningún futuro, así como no tuvo tampoco pasado. ¿Hay acaso algún estudio fehaciente que demuestre alguna evolución o –incluso– algo de deterioro en nuestro uso de las palabras como forma de estar en el mundo, como forma de estar con los demás en este mundo? Abunda el discurso apocalíptico que pregona que las lenguas se empobrecen. El desmenuzamiento del latín a manos de los bárbaros, la simplificación del hebreo para su resurrección artificiosa, el pin yin para acercar el chino a los humanos, la pérdida del lenguaje entero en manos del predictivo de Samsung, las abreviaturas para hablar con sms: todo ha sido siempre signo de alarmas y de pérdida. Pero lo que no se dice es que todas estas novedades, estos “futuros”, se acumulan sobre capas sólidas, muy anteriores, de palabras. Y el lenguaje, que tiene vida propia, como el mercado, agarra todo y elige a los suyos.

Pensaba en esto probablemente luego de la colisión con una destreza de William Prociuk y Margarita Molfino. Cada dos o tres meses, cuando quieren, hacen Palíndroma en el teatro Callejón, una pieza de danza, escrita (impuesta) sobre la bailarina (Molfino) por el dramaturgo (Prociuk). La obra no tiene una palabra, al menos no en su sentido tradicional, y eso es lava ardiente para un autor. Pero Margarita ofrece un menú de gestos, igual que un diccionario. Si contar el devenir de una obra teatral es absurdo, describir la danza raya con el delirio. Lo intentaré. En el espacio apenas señalizado por una cinta de papel con la que la bailarina dibuja en el piso su derrotero futuro, como un guión o un oráculo, Molfino opera un prodigio: baila una sintaxis entera, larga, compleja, llena de imágenes y gestos, y luego, a piacere, la desbaila en sentido inverso. El efecto es monstruoso. Mientras hace ese trabajo titánico, más propio de las tareas de Heracles que de humanos, nuestra mente no puede evitar pensar la maravilla, como ante el palíndromo (esas frases que se leen igual de atrás para adelante, como “Dábale arroz a la zorra el Abad”), y extraviarse en esas grietas entre las palabras y las cosas.

No sé cuándo volverá a darse en Buenos Aires. Estén atentos. Es como presenciar un eclipse que, aunque anunciado, provoca el asombro y la zozobra.

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