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Demasiado juntos

El domingo pasado me sorprendió hablando mal de Bergman. El lunes, ante la noticia de su muerte, me arrepentí. El martes murió Antonioni. Las cosas pasan muy rápido. Fueron figuras centrales de la segunda mitad del siglo XX y dos días no alcanzan para procesar la historia del cine.

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El domingo pasado me sorprendió hablando mal de Bergman. El lunes, ante la noticia de su muerte, me arrepentí. El martes murió Antonioni. Las cosas pasan muy rápido. Fueron figuras centrales de la segunda mitad del siglo XX y dos días no alcanzan para procesar la historia del cine.
Bergman fue el más popular de los dos, tal vez porque encarnó la idea que se hizo su época del artista: una personalidad difícil y una vida fértil en la que acumuló temas y destrezas, mujeres y conflictos. Bergman se animó con todo: con dios, con la patria, con la historia, con la familia, con el psicoanálisis, con la ópera, con la televisión, con la DGI. Su fama se debió, en parte, a razones dudosas: su furor dramático, cargado de solemnidad hasta la caricatura y su elevación de la intimidad burguesa –especialmente de las desavenencias familiares– a la categoría de problema filosófico. Demasiada gente se identificó con sus personajes, demasiada lo tomó como un oráculo. Hasta hubo una razón más espuria aun para su precoz carrera: a favor de la falta de censura en Suecia frente la prohibición del desnudo en la mayoría de los países, Bergman fue de los primeros cineastas en ocuparse del sexo con libertad y plenitud.
Pero el anterior es un párrafo injusto: hay también buenas razones para amar a Bergman, que nacen justamente de las paradojas de su arte. Partiendo del teatro, de la psicología y de la literatura decimonónica –las características que producen malos cineastas y peores espectadores– llevó al cine a un grado de depuración que desafía los parámetros más rigurosos y específicos. Basta ver Un verano con Mónica, aquel hit mundial de 1954, para advertir –como lo hicieron entonces los futuros cineastas de la Nouvelle Vague– que con Bergman el cine alcanzaba una madurez nunca vista antes. Basta ver el modo como filmó a sus actores y la naturaleza para comprender que, con toda la densidad de sus preocupaciones, era capaz de lograr imágenes de maravillosa frescura e inmediatez que no eran ilustraciones del guión y menos aun pasibles de las interpretaciones simbólicas con las que solía malentenderse su obra. Como nadie, además, con una pertinencia propia, Bergman se ocupó de los dilemas del artista, de la mentira y la verdad que conviven en la representación dramática. Es imposible negar que fue un grande. Bergman perteneció a la misma categoría de Fellini, la de los maestros que trascendieron los círculos cinéfilos hasta llegar a ser patrimonio de la cultura media. Pero Antonioni fue otra cosa. En principio, se lo admiró por las razones correctas. Pero no siempre se lo admiró: no hay otro cineasta que haya sido sinónimo de impenetrabilidad y aburrimiento, aun de pedantería. Error de los impacientes, ya que con Antonioni la espera es fructífera, hasta en sentido retroactivo. Si Bergman se propuso y logró ser un clásico del cine, Antonioni aspiró a la modernidad, a colocarlo en el territorio de la conciencia escindida, de la imposibilidad esencial de adecuación entre el hombre y el mundo. Cineasta del malestar contemporáneo, de la inefabilidad de ese desajuste y de la creencia en que el cine podía ser la expresión más implacable de esa tragedia, sus películas representaron un paso nuevo para ese arte nuevo y lo llevaron a una cima no superada de belleza formal y precisión. A diferencia de la tradición estética de Bergman, orientada hacia la infancia y el pasado, Antonioni dio cuenta de la vida adulta y del futuro, como lo prueban incluso fracasos tales como Zabriskie Point.
Con estas dos muertes, la lista de los grandes nombres que le dieron forma definitiva al cine se ha achicado enormemente. Si alguien pidiera una síntesis rápida de la diferencia con los directores que los sucedieron, digamos que es imposible imaginarlos como a Coppola, ocupados de la venta de vino o de la construcción de un hotel de moda en el barrio de Palermo.