Con los años me he convertido en un especialista en nacimientos, propios y ajenos. Estaba ahí cuando Página/12 vio la luz y después, en los partos de Veintitrés, y Día D, y Rompe/cabezas. Estuve en el nacimiento de Perfil, y en el de Crítica y sé de memoria cómo transcurren esos días: comerse las uñas hasta el codo, dudar de uno mismo, temer los resultados, preguntarse si era esto o aquello lo que queríamos hacer hasta que finalmente, una madrugada, se siente el papel entre las manos, se puede olerlo, hojearlo, saber que de ahora en mas solo la vida decidirá su destino. Así fue que vi nacer, otra vez, el otro día, a La Maga.
Digo otra vez porque este parto duró trece años y también aprendí alguna cosa de los partos largos. Sacar una publicación en la Argentina es ir en contra de la ley de gravedad, desafiar la lógica, desobedecer a los que sostienen que ya todo está escrito. Y no sólo es pelear contra los demás; también es pelear contra uno mismo, contra nuestras limitaciones y prejuicios, contra lo que queremos ser y no nos sale.
Hay que estar un poco loco para sacar una revista. Y ahí estaba otra vez La Maga, 48 páginas dominadas por el blanco y negro, textos extensos e inteligentes en los años del twitter, preguntándose desde la tapa si había alguien del otro lado. La revista nació en 1991 en la escuela de periodismo TEA, y publicó 350 números hasta el año 98. Luego tropezó para volver a levantarse ahora.
“Esta Maga nace en tiempos confusos, cuando el propio oficio de periodista está en cuestión y parece haber perdido su razón de ser en la democracia”, escribe Carlos Ares, director de la revista. “Noticias de cultura”, dice el acápite de la publicación: imperdibles entrevistas con Tomás Abraham y Jorge Fernández Díaz, previsibles respuestas de Juan Sasturain y las confesiones de un gusano: Orlando Barone hablando del periodismo.
Maga, bienvenida al mundo: la inteligencia es un bien escaso.
(*) columna publicada en el diario Libre.