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Desfile de fantasmas

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Pintura | Unsplash / Yannis Papanastasopoulos

Si una alquimia milagrosa ha sabido inventar Marcos López es la de disolver el nudo de garganta en franca carcajada. ¿Una cura para la angustia o un catalizador imparable? Clásico y moderno, en el Centro Cultural Borges, es una muestra descomunal: el artista, a sus 60, considera momentáneamente la posibilidad de ya haber hecho con su cámara (¿su lengua?) todo lo que podía. Así que –en una tensa relajación que lo pone ante el abismo– decide explorar otras formas: la pintura, el collage, el video, el relato, el tic. Usa las salidas “permitidas” en pandemia para comprar fotos viejas en San Telmo y día tras día, mientras el mundo conocido se disuelve, pinta arriba de estas fotos. Pone su firma encima de la de algún otro estudio fotográfico de antaño y se apropia de aquello abandonado al olvido. El nuevo objeto es una paradoja emocionante. Porque en la foto vieja hay siempre un pacto, una promesa borgeana de eternidad, un deseo de inmortalidad hecho grises y sombras. Para empezar, las fotos viejas son el residuo de un ritual que hoy por hoy no existe más: para hacer esas fotos había que ir a estudios en el centro, tusarse barbas y bigotes, vestirse de domingo, disponer en escena cuerpos y familias, esperar los minuciosos revelados, resignarse al resultado azaroso del clic en el nervio del fotógrafo. Ya no somos esos humanos que así se figuraban a sí mismos. Somos otros: celular en mano, cultores de la selfie, diluyentes del concepto de eternidad en el de mucho. Somos los devaluadores de nuestra propia imagen calcográfica.

Por eso en la impostura engolada de estas fotos rescatadas hay un llamado urgente a invocar al travestismo: la pequeña fotografiada para misa se reconvierte en la niña comunista, que cambia el misal por el Libro Rojo de Mao, y de cuyo pecho abierto emana el Che Guevara feliz de las remeras, mientras la joven se apresta a consumirse en un fogón aderezado con leños pintados y reales bajo el marco de la foto.

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Matrimonios, comuniones, milicia, deportes, familiones: el universo patriarcal, monogámico y católico es carcomido por todos los fantasmas antes invisibles y que el pincel de López invita sin piedad.

Pero no hay huelga de técnica. Marcos observa metódicamente el gesto tenso de una señora que salió muy mal en su retrato (quizás el único de estudio que se hizo en toda la vida, el único disparo que pudo dar hacia el futuro) y con esa solidaridad propia del artista la interpreta: dibuja sin capricho la mano del monstruo que le estruja el alma a esa señora, de la que nada sabríamos a no ser por este menjunje, esta yerba, esta invocación del presente sobre el pasado, un presente que se deshace mientras lo vemos, porque estas imágenes así destiladas ya se me antojan como clásicos hechos y derechos y no será la primera vez que un puñado de ideas de Marcos López conjuga la argentinidad y la latinoamericanidad para los inciertos siglos venideros.

Hay un fantasma más, invitado especial de esta orgía de colores y de sepias. En los años 80, Marcos fotografió a Borges en su casa de la calle Maipú, a pasitos de donde ahora se exhibe la foto. Pero Borges se movió, o el fotógrafo titubeó, o la tierra giró a una velocidad inesperada y la foto salió movida. A apechugar. Nunca se usó. López pegó la foto de Borges a la pared del Borges, la unió con pintura blanca al estucado y como –una vez más– tampoco le gustó, la tapó con un cuadrito lo más anodino posible. Los espectadores deben descolgar la foto equis encima de la foto de Borges para ver a este Borges en movimiento inapropiado, censurado de la historia, de los cánones de eficacia. Una idea muy propia de López: la imagen (la foto) no está para exhibir sino fundamentalmente para ocultar. Un error, un invisible, un terror primigenio, una chacota, una intriga. Recordemos que el Centro Cultural Borges ha sido siempre un enigma de impronta noventera. Imaginado como la postergada recuperación del espacio público en la privatización menemista, se erigió como un apéndice de un shopping que ocupó uno edificio fundamental de la arquitectura porteña: las Galerías Pacífico. Pero aquella concesión de 25 años terminó y el Ministerio de Cultura de la Nación lo reabrió hace muy poquito. 

No se me ocurre mejor iniciativa para reinventar al público en este espacio que las alegorías minuciosas, narrativas, espesas y desopilantes de Marcos López.