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Despedida

El tango nos adiestró en ese hábito: extrañar a Buenos Aires, incluso cuando estamos en Buenos Aires; añorar lo que en ella se pierde, incluso antes de que se pierda.

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El tango nos adiestró en ese hábito: extrañar a Buenos Aires, incluso cuando estamos en Buenos Aires; añorar lo que en ella se pierde, incluso antes de que se pierda. El último organito, el farolito de la calle en que nací, la esquina del herrero, una luz de almacén, tu viejo arrabal, el cafetín, Corrientes angosta, la vieja calle donde el eco dijo: la incesante elaboración de una nostalgia imaginaria, ofrecida en muchos casos a lo que ni siquiera conocimos y mal podríamos echar de menos, nos permite cultivar esa figuración de identidad, la de los porteños. El tango nos inyecta un reflejo retentivo, un amor de fijación: que nada se pierda, que nada se transforme. Pero lo remite a una ciudad como Buenos Aires, que está todo el tiempo deshaciéndose y rehaciéndose, con una tasa de mantención urbana especialmente baja; una ciudad visiblemente dispuesta a cambiar y a renovarse (no hay más que ver la mucha modernidad que infiltra su “casco histórico”).

Pocas veces, sin embargo, alcanzamos a despedirnos de aquello que va a perderse, practicando la nostalgia como quien dice en tiempo real. Pocas veces podemos ser testigos concretos de la escena en la que se suprime un paisaje que sentimos muy nuestro.

Paso casi diariamente por el cruce de Juan B. Justo y Córdoba. Acudo para vivenciar la supresión (cuya conveniencia no discuto) del puente que ahí se erigía: elevando Juan B. Justo, pasando por sobre Córdoba. No es el caso en que lo nuevo se impone a lo fenecido, no es un capítulo más en la larga historia de lo moderno contra lo antiguo. Porque el puente que ahora se quita se quita siendo moderno; responde más bien a esa instancia singular de lo moderno envejecido (el envejecimiento de lo moderno es distinto al de lo viejo: más paradójico y más rápido, más pronto y contradictorio). Ese puente, concebido por Mario Roberto Alvarez, transido de modernidad, expresaba de por sí una cierta ambición de futuro; y es sin perder ese carácter futuro que acaba de convertirse en pasado.

Antes de que las autopistas existieran en Buenos Aires, y antes de que la General Paz y la Panamericana se nutrieran de sofisticaciones, el puente de Juan B. Justo ofrecía una posibilidad excepcional: combinar la visión de altura con el efecto dinámico de una curva que podía tomarse a razonable velocidad, conjugar en la experiencia urbana el travelling con la panorámica. Conozco esa sensación: la viví una gran cantidad de veces, durante mi infancia, con mi papá al volante de su Torino blanco.

Faltando mi papá, faltando el Torino blanco, y concluida largamente la infancia, ¿no resulta acaso acorde, y puede que hasta necesario, que el puente falte también? En cualquier caso: la vista de Juan B. Justo trunca, la vista de la avenida Córdoba despejada, hoy por hoy, ciertamente me estremecen.