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Dudas y esperanzas

Cuando los rivales no existen, ¿hay que inventarlos? Esta sabiduría convencional en materia de juegos estratégicos goza de fornida salud en la Argentina y quienes mandan saben que el mecanismo suele deparar satisfacciones.

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Cuando los rivales no existen, ¿hay que inventarlos? Esta sabiduría convencional en materia de juegos estratégicos goza de fornida salud en la Argentina y quienes mandan saben que el mecanismo suele deparar satisfacciones.
Una de las evidencias de los resultados del 28 de octubre es que la ganadora sacó la mitad de los votos de quien quedó segunda. Es una distancia enorme, una dimensión que establece pautas de conducción casi irrefutables. Ese mismo hecho, la ausencia de peligro, patentiza, sin embargo, la fuerte debilidad de la Argentina de hoy.
¿Ha desaparecido, acaso, el viejo empate político que tornaba ingobernable a la Argentina? Claro que no. Pero ahora parece asumir, bajo los afeites de la contundencia de la victoria oficial, nuevo aspecto. Se trata de una realidad que debería ser (y aparentemente así está sucediendo) tenida en cuenta por el equipo humano que gobierna el país desde mayo de 2003 y, con algunos retoques, seguirá a cargo desde diciembre.
En múltiples oportunidades, en el Gobierno se han enorgullecido de que la tendencia a la confrontación de la que se lo acusa no sólo no es negativa, sino que exhibe un aspecto enriquecedor de la gestión del presidente Kirchner. Así, en no pocas oportunidades, el principal, más sólido e imperturbable vocero del Gobierno, el Dr. Alberto Fernández, ha pregonado las ventajas de lo que él llama falta de hipocresía.
En esta mirada gubernamental, la tendencia a los eufemismos y subterfugios, que adjudica a opositores y periodistas, revela un mal endémico de la Argentina. Se han ufanado, así, de una falta de diplomacia que los exhibe como virulentos, cuando se consideran gente que dice las cosas de frente.
En ese plan, han abundado los vilipendios, técnica poco transitada por anteriores gobiernos de legitimidad democrática. Por ejemplo, el ministro del Interior, que acaba de ser aplazado por el pueblo de Quilmes, se ha destacado en este juego. Tras la elección de Macri como jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, Aníbal F lo calificó de “berreta”. Considera que nada debe ser reprimido y por eso sus declaraciones públicas se han caracterizado por un resuelto descontrol.
El jefe de Gabinete, Alberto Fernández, suele transitar –en cambio– andariveles bastante más sutiles y civilizados, pero tras la derrota del Gobierno en la Capital Federal perpetró algunos excesos porteño-fóbicos muy llamativos. Aunque luego se lamentó de haber sido sacado-de-contexto por la prensa, sus declaraciones van en sintonía con cierta intelectualidad cercana a la Casa Rosada que acusa a “los medios” de haberse convertido en el “partido de la derecha” y expresa desdén por los capitalinos (como nos llama el Presidente), etiquetados de gorilas, mediáticos, superficiales, histéricos, habitantes de una ciudad medio maricona, enemiga de los pobres y aterrorizada ante un gobierno popular.
En general, lo que puede advertirse es que, hasta ahora, el Gobierno vivió su gestión con mucha irritabilidad ante unas críticas y unas suspicacias que juzgó siempre de muy mala manera. No pudo el Dr. Kirchner liberarse jamás de la dependencia psicológica en que lo sumieron las desafortunadas, además de erróneas, previsiones periodísticas publicadas en mayo de 2003, de acuerdo con las cuales arrancaba un gobierno que no dudaría un año.
Esa molestia se procesó como despecho interminable y desde entonces la pulseada con medios y periodistas fue un clásico en materia de “normas de batalla”: pegar, primero y con fuerza, a un sector difuso y cambiante, para situarse en un contexto virtuoso, una pelea desigual entre desarrapados e indigentes pero nobles, contra una oligarquía de plumíferos al servicio de los más detestables proyectos antiargentinos.
No se puede afirmar que la victoria del 28-X y la serena transición dentro de una Casa Rosada donde los cónyuges se suceden en el cargo han cambiado la tonalidad muscular del oficialismo.
Pero, habida cuenta de sus largos años de recelo, suspicacia y abierta beligerancia con los medios, el ¿nuevo? perfil de la presidenta electa revela cambios. Y también parece que la misma tesitura se percibe en el jefe de Gabinete. Aunque los reportajes de las semanas previa y posterior a las elecciones han sido relativamente monótonos y muy controlados, Cristina Kirchner se ha demostrado que hay vida después de sentarse junto a un periodista.
Claro, habló con personas de diferente perfil, aunque aquí yo prefiera rescatar a Morales Solá y a Gutiérrez, y dejar para otro día a otros seleccionados. El propio Alberto Fernández le levantó, además, el veto radiofónico a Nelson Castro, y la designación de Gustavo López al frente del Sistema Nacional de Medios Públicos, creado en 2000 por Darío Lopérfido para agrupar en una misma consola de comando a Canal 7 y Radio Nacional, exhibe un kirchnerismo con rostro humano que sería necio ignorar.
¿Podrán? ¿Querrán? ¿Sabrán? ¿Acertarán en resignificar los nuevos tiempos con una corajuda opción por el diálogo y una verdadera (no predicada) apertura a lo diferente?
No es recomendable tener expectativas excesivas. En una de sus apariciones, la presidenta electa confesó que su actitud para con la prensa sólo cambiará cuando lo que ella denominó “medios de oposición” se convierta en medios de comunicación, una aseveración no confrontada en esa entrevista y que supone una enormidad, a menos que ella nos ilustre acerca de cuáles son una cosa y cuáles son la otra.
Dicho en lenguaje más directo: ¿piensa la presidenta electa que Radio Diez es un medio de comunicación y que yo, por ejemplo, soy un medio de oposición? Quiero creer que no, pero merodea en la retórica oficial esa vetusta noción de que el periodismo es “la derecha” conspiradora contra un gobierno nacional y popular, conceptos que pertenecen a una prehistórica guerra fría en la que parecen enquistados algunos cerebros gubernamentales.
Todo es, seguramente, mucho más sencillo, pero en la primera semana posterior al triunfo político emergen ligeros brotes de cambio, que podrían prosperar rumbo a un pacto civil mediante el cual la Argentina configure una vida pública menos atosigada de paranoias y fundamentalismos.
Si ante la dispersión opositora, este nuevo-viejo gobierno se priva de inventar compulsivamente adversarios sólo para mantener la sangre caliente y la tropa atrincherada, la Argentina ganaría un inmenso territorio de oportunidades. Tengo dudas, pero (¿por qué no?) también tengo esperanzas.