La nueva encrucijada que confronta la Argentina ahora mismo, lamentablemente no es un hecho fortuito, ni mucho menos ocasional. En verdad, la Argentina es un país cuya sociedad se ha habituado y ha naturalizado la noción del estado de emergencia permanente. La Argentina es un país que vive en un régimen de eterna excepcionalidad. Pasan los gobiernos, evoluciona –teóricamente– la república hacia una normalidad institucional a la que renunciamos durante muchas décadas, y sin embargo, en nuestro propio contexto latinoamericano, el nuestro sigue siendo un país especial. Como ya quedó dicho, lo más parecido a la Argentina de hoy es la Venezuela que todos conocemos.
¿En qué consiste esta situación de emergencia permanente? Consiste en la presencia de situaciones urgentes que nos vinculan con la catástrofe casi permanentemente. Es poco menos que imposible imaginar a una Argentina que se haya acostumbrado a vivir por lo menos un mes continuado sin sobresaltos. Es como un país que permanentemente navega en la montaña rusa. Ustedes la conocen. Los que no la conocen, por razones de edad, pueden imaginar de qué se trata: se sube muy lentamente a un punto máximo de altura, y cuando aparentemente se ha llegado a esa cima, el mismo carro que ha llegado a esa altura se precipita hacia abajo a enorme velocidad, para volver a repetir una vez más el ciclo.
País montaña rusa, entonces, país en emergencia permanente, país que vive casi de manera crónica al borde del precipicio. No faltará quien diga que en un mundo donde está Ucrania, Irak, Pakistán, lo de la Argentina no es excepcional. Pero, ¿esos son los modelos en los que quiere asociarse la Argentina? Nuestra perspectiva, nuestro imaginario de país, ¿son precisamente esas naciones desgarradas por conflictos étnicos, tribales o religiosos, en donde único el lenguaje que prevalece es el de las ametralladoras? Por supuesto que no.
Pero cuando uno advierte la conducta de nuestro gobierno ante un nuevo dilema importantísimo de cara a nuestra situación financiera y económica, debe preguntarse, al menos yo me lo pregunto, en primera persona del singular: ¿Por qué se recorren todos los caminos menos el camino del diálogo horizontal con los propios compatriotas? ¿Por qué el gobierno de Cristina Kirchner no produce verdaderamente, sin vergüenza ni prejuicios, el logro de un consenso nacional, admitiendo que no es el dueño de todas las ideas, pero sobre todo admitiendo que además de las propias, que ellos creen que son muy abundantes, hay otras ideas, otras personalidades, otros puntos de vista, otras sensibilidades, pero una común fibra nacional por defender al país?
Nada de esto aparece hoy ni en el discurso, ni en el espíritu del gobierno argentino. Lo que vuelven a demostrar, las palabras de este martes 17 de junio del ministro Axel Kicillof, es un rasgo aparentemente irreversible e incurable: una autosuficiencia calamitosa. Cada vez que hablan, la Presidente o ministros como Kicillof, lo que se proyecta hacia afuera es el mensaje de un Gobierno que, como se diría en la esquina, “se las sabe todas”, y que considera que no debe requerir apoyo ni consejo de nadie. Hay, en ese sentido, al menos así lo veo yo, un desdén sistemático por pedir apoyo al país. Es como aquel neurótico que cree que si pide apoyo revela su debilidad, cuando en verdad son los fuertes los que piden apoyo. Los que verdaderamente tienen energía vital, son quienes no tienen vergüenza de solicitar ayuda; no es este el caso del Gobierno.
Acá lo que prevalece, por el contrario, y esto ya desde 2003, es la idea de que la conducción política del país es la única protagonista. Éste es el mensaje que vienen reiterando hace once años: dicen haber sido electos para conducir y van a conducir sin compartir sus decisiones prácticamente con nadie. Pero, además, esto viene asociado con otro rasgo tóxico, que es la profunda convicción que tiene el Gobierno de que en la Argentina todos fracasaron en todo, menos quienes gobiernan desde mayo de 2003.
Las palabras de Kicillof, más allá de que el ministro ensayó algunos caminos, no demasiado precisos, que uno no sabe si son chicanas, atajos o, sencillamente, maneras de ir ganando tiempo, no cambian, No se altera la altisonancia; esa agresividad verbal que una y otra vez se les ha aconsejado que abandonen, porque la Argentina, hoy, es un país débil a nivel internacional: un país que no tiene nada para regalarle a nadie. Lo menos que podría hacer a nivel gubernamental, es ensayar – ya no digo la diplomacia, cosa que no está en el disco rígido del kirchnerismo-, sino al menos la posibilidad de que se entienda que el mensaje no puede ir permanentemente enganchado con acusaciones de orden persecutorio.
Esta noción de que la Argentina es el objeto de un complot internacional, y de que los fondos que reclaman el pago completo – algo que, desde luego, yo no estoy de ninguna manera convalidando – son la tropa de una conflagración mundial contra nosotros, no es solo un camino errado, un gigantesco error estratégico y geopolítico; es, además, la confirmación de un fracaso político.
Si la Argentina, efectivamente, aspira a preparar la transición de 2015 con perspectivas de una superación de esta nueva angustia de hoy, el Gobierno debería tener la valentía, el coraje, la decisión y la audacia de no pensar que buscar apoyo implica una confesión de debilidad. Es la sociedad entera toda, el país político, económico, empresario, sindical y académico el que debería ser convocado para que, con la conducción del Poder Ejecutivo, sea la sociedad entera la que se haga cargo de un problema que supera largamente los errores y las metidas de pata del actual Gobierno.
Me preguntan ustedes: “¿Esto es posible?” Yo, como siempre, tengo que serles absolutamente sincero: no lo veo con optimismo, porque a lo largo de once años nos han demostrado una y otra vez que ellos se consideran los dueños de la verdad.
(*) Emitido en Radio Mitre, el martes 17 de junio de 2014.