“Contra lo que algunos colegas desearían y lo que muchos gobiernos declaman, la prensa carece en absoluto de poder. Su relación con el poder es como la del voyeur con el sexo. La prensa mira y se excita. Pero el poder no admite que lo observen durante sus orgías y procura desalentar al curioso, con leyes, colegiaciones o tribunales de ética que aspiran a manipular o con el más tradicional y expeditivo cachiporrazo” (Horacio Verbitsky, Un mundo sin periodistas, Editorial Planeta).
Corría el año 1997 y el menemismo se había convertido en el enemigo soñado. Estar en contra era simpático, correcto, obligatorio. Los torpes intentos oficiales por maniatar a la prensa, apelando a juicios, trapisondas legales, creación de multimedios afines o vulgares apretadas, habían fracasado. Los periodistas, héroes anticorrupción, valientes defensores de los derechos de todos, a la cabeza de las instituciones de más prestigio del país, emergíamos como los buenos de la película. En ese contexto, fue escrito Un mundo sin periodistas, una suerte de panegírico de la profesión que nos sirvió durante mucho tiempo como manual básico de autodefensa del “oficio más bello del mundo”, según la recordada definición de Gabriel García Márquez. Verbitsky era en esa época un referente indiscutido entre nosotros, había interpretado el rol de la prensa mejor que nadie. Vivíamos otros tiempos. Investigar al poder era la labor indiscutible de los periodistas. No importaba el medio al que se reportara, un cronista debía estorbar siempre a los que mandaban. “En la denuncia de los hechos de corrupción gubernativa, la prensa demuestra hoy el valor que no tuvo cuando ocurrieron las peores violaciones a los derechos humanos. Esto hizo que la tensión natural entre prensa y poder político evolucionara hacia niveles de conflicto”, pontificaba, orgulloso, el columnista de Página/12.
La referencia viene a la memoria de este redactor no por casualidad. Nada se asemeja más a los decadentes tiempos de Carlos Menem que la conferencia de prensa en la que el millonario titular de la AFIP, Ricardo Echegaray, trató el viernes último de justificar su agitado fin de año en las playas de Río de Janeiro. Por otra parte, hacía mucho tiempo que la labor de los periodistas no se mostraba más descarnadamente útil. Los cronistas de TN, que tantos disgustos le causaron al funcionario, habían estado en el lugar y en el momento indicados: un burócrata ciego a la realidad requiere de gente molesta que le abra los ojos. Para comprenderlo, repasemos los hechos que antecedieron a las delirantes respuestas del señor recaudador ante los medios:
* La sublevación de las policías en varias provincias dejó un saldo de catorce muertos, centenares de heridos y millones de pesos en pérdidas. Y, lo que es peor, dejó al descubierto un país saqueado, atravesado por la miseria extrema y la ausencia de ley.
* Sin luz ni agua, millones de personas vivieron las peores fiestas de los últimos años. La crisis energética mostró sus dientes en forma despiadada. La ola récord de calor disolvió en pocas horas el sueño de la revolución del consumo feliz de electrodomésticos que la propaganda oficial había estimulado como la panacea de los tiempos K. A nadie pareció importarle el sufrimiento de la gente. Mientras el secretario de Energía jugaba al golf en Pilar (otra vez la maldita prensa metiendo la nariz donde no le corresponde), diversos voceros del Gobierno repartían, de tanto en tanto, irresponsables explicaciones. Desde “es la muestra del éxito del modelo, que aumentó el consumo” hasta “fue por culpa de las empresas eléctricas que no invirtieron”, se escucharon las más desopilantes excusas.
* La inflación, que el Gobierno sigue minimizando, trepó en diciembre hasta rondar –según estimaciones privadas– los 30 puntos anuales, el dólar blue superó los 10 pesos, la nafta continuó su carrera hacia el cielo y se anunció el ajuste de tarifas para el transporte urbano, en Capital y Gran Buenos Aires, que golpeará directamente en los bolsillos de los sectores más necesitados. Además de tristes y oscuras, las fiestas fueron las más caras de los últimos años.
En medio de ese clima social, Echegaray decide esperar el Año Nuevo en un costoso hotel carioca junto a su familia y un grupo de “contribuyentes conocidos”, según su curiosa clasificación antropológica. Precisamente él, que ha recomendado a los argentinos optar por el turismo interno y es el funcionario que determina, arbitrariamente, cuántas divisas puede llevar un ciudadano que decide viajar al exterior. Si esa excursión no merecía una nota periodística, el periodismo ha muerto. Pero si además hay fundadas sospechas de que el equipo de la televisión que cubrió el viaje fue brutalmente agredido por sus amigotes, el jefe de la AFIP debería agradecer que el episodio termine sólo en un escándalo mediático. Por mucho menos, en un país normal, los funcionarios saltan por el aire y son llevados ante los tribunales.
Hace unos días, un ex ministro de Néstor Kirchner me contó que, a los pocos meses de asumir su cargo, recibió una dura reprimenda del presidente porque, aprovechando un viaje oficial a Europa, había decidido quedarse un par de días de vacaciones con su mujer. “Me llamó por teléfono y, sin siquiera decir hola, empezó a gritar: ‘¡Quién mierda te autorizó a tomarte vacaciones! Volvé inmediatamente o renunciá ya mismo’.” A su regreso, el funcionario tuvo que pasar varias veces por el purgatorio. Kirchner, que era un hombre muy controlador y rencoroso, vivía obsesionado por la imagen pública de su gobierno. Cuesta imaginar que, en las actuales circunstancias, hubiera digerido la actuación del recaudador oficial en su viaje a Río. No tanto por una cuestión de principios, sino para alejarse de la imagen de frivolidad menemista y por haberse dejado atrapar por el periodismo.
“La función de la prensa no es jugar a la realidad virtual ni propiciar paraísos artificiales, la esperanza no se recrea cerrando los ojos a los males que sembraron el escepticismo. La información no es un privilegio de los periodistas sino un derecho de los pueblos, y la mejor contribución al afianzamiento de una cultura democrática reside en decir la verdad de los hechos”.
Ricardo Echegaray debería leer al Verbitsky de los 90.
En realidad, muchos amigos del Gobierno deberían leerlo. Incluso el propio Verbitsky.
*Periodista y editor.