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Efecto económico del apocalipsis zombi

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‘The walking dead’. El odio irracional inoculado en la sociedad complica cualquier salida. | TEMES

La trama es esta: son personas normales, conviven con otros con los que se llevan mejor o peor, celebran, discuten, eligen, se pelean, se reconcilian. De pronto, aparece un virus que los desquicia. Nadie sabe de dónde vino ni quién fue el primer infectado, pero cuando la enfermedad llega la persona deja de ser quien era y comienza a atacar a todos, incluso a quienes más quería. Los ataca, los muerde y los convierte en alguien como ellos. Están poseídos de un odio irracional que nunca se sacia. Y cada vez son más.
La primera película es de 1968 y se llamó La noche de los muertos vivientes. Es de George Romero y pasó a ser un clásico en el que se inspiraron decenas de series y películas. The Walking Dead va por su novena temporada y Netflix acaba de estrenar una recomendable Black Summer.
No se sabe si Romero quiso filmar una crítica al racismo (el héroe era negro), pero su película habla de cómo el odio se puede convertir en un virus contagioso y mortal. Habla de la grieta, aunque él no supiera que eso iba a suceder en la Argentina.

El peor error de Macri. Romero los llamó “muertos vivientes” porque su hipótesis era que el virus del odio mata la razón: las personas se siguen moviendo, van de un lado a otro, emiten sonidos, pero ya no piensan.
El mal no es la confrontación entre intereses en pugna, o la abierta discusión de ideas. El mal es la derrota de los argumentos como forma de dirimir conflictos, la pérdida de la empatía, la exacerbación de las diferencias.
Es cierto que los enfrentamientos tribales se relacionan con miedos ancestrales del ser humano, pero los laboratorios políticos se encargaron de diseminar el mal para beneficio propio. La historia está plagada de esos picos de tensión, en general promovidos por gobiernos débiles que azuzan el odio social para fortalecerse.
Lo usó el kirchnerismo, en especial durante el último mandato de Cristina, a la par del aumento de la crisis económica. Desde la TV pública se insultaba a los que pensaban distinto y se castigaban las mínimas disidencias. Se organizaban juicios públicos contra opositores y marchas con niños que hacían fila para escupir las fotos de periodistas. El secretario de Comercio atendía con un arma sobre la mesa y había cadenas nacionales periódicas con una presidenta casi siempre en estado de emoción violenta.
Ese odio generó otro en sentido contrario, pero con una intensidad similar.
Sin embargo, los estrategas macristas entendieron que la grieta K era también su flanco débil. Por mucho tiempo, la estrategia fue ignorar la confrontación, hacer foco en la gestión y prometer que todo sería más o menos fácil de resolver, como la inflación.  
Así llegó a la presidencia un hombre sin partido, aire fresco para una mayoría que lo convirtió en el primer mandatario no peronista ni radical. Macri respondía con moderación a los desplantes de la ex presidenta, prefería hablar del futuro e invitaba en sus viajes a los líderes opositores.
Fue una estrategia política, aunque se convirtió en una posibilidad de cura social.
Después pasaron cosas. Los segundos semestres tardaron en llegar y lo que se prometía sencillo no lo fue.
Entonces, los laboratorios del macrismo cometieron el peor error de su gestión: recurrir a la vieja receta de los gobiernos débiles para sobrevivir.
No se trató de recuperar Malvinas ni de volver a convertir a la TV pública en un Gran Hermano, pero se hicieron endogámicos, alejaron a los disidentes, olvidaron la escenificación del diálogo público con los líderes opositores y convirtieron a Cristina en el centro del sistema solar. Consideraron que con ella era más sencillo explicar que cualquier penuria presente era mejor que las desgracias pasadas. Y que enfrentándola se conseguiría la reelección aunque la economía no mejorara.

Círculo vicioso.  Hoy la mayoría de las encuestas le atribuye chances a la ex presidenta. Eso acentúa la incertidumbre económica y agudiza la crisis, lo que a su vez aumenta las posibilidades de Cristina.
Esta situación genera, además, que cualquier anuncio del Gobierno pierda efecto.
En un país en el que un tercio está enfermo de odio contra otro tercio, es dudoso que prenda fácil el antivirus del optimismo económico. La economía es una ciencia social basada fuertemente en las expectativas y en la confianza.
Acosado por los focus groups, esta semana Macri decidió dejar un poco de lado su fe en que de las recesiones se sale con ajuste, para derramar algo de dinero en el consumo. Se reactivaron créditos, se frenaron tarifas, se puso tope a ciertos precios y se ampliaron planes de pago para morosos (no así para las empresas y particulares que están al día con sus impuestos, aunque asfixiados económicamente). Pero igual el riesgo país alcanzó el nivel más alto desde 2014.
Dujovne le pidió “a la gente que siga creyendo”, pero es difícil creer cuando se le inculcó a una parte de la sociedad que todo lo que se hizo en el pasado fue una pesadilla y que el mal puede regresar. Frente a otra parte que piensa que Macri gobierna para los ricos.
Las sociedades necesitan creer que hay presidentes mejores que otros, no que Cristina es “una h.d.p. que no le importa la muerte de su madre”, y Macri “un psicópata sin corazón que quiere que la gente sufra”.
La irracionalidad zombi destruye la confianza social. Y no hay economía que funcione en el apocalipsis.
La confianza es la base del mercado capitalista (en otros sistemas puede no ser tan trascendental). Confianza en producir y vender, en comprar y consumir, en ahorrar, invertir, en el cumplimiento de contratos tácitos o explícitos. Confianza en que el otro no se comporte irracionalmente.
Es la desconfianza y la falta de certidumbre lo que hoy hace que no haya inversiones relevantes, fuera de Vaca Muerta. No se invierte en un país en el que, en pocos meses, todo puede volver a cambiar tanto.
Y aunque Macri gane por poco margen, la pregunta es cómo gobernará con una sociedad partida y desconfiada, y con un Congreso con más kirchneristas.
En el Gobierno dicen que el verdadero antídoto contra la grieta serán los resultados económicos. El problema es que será complicado obtenerlos sobre la base de una sociedad enferma.

La cura. La buena noticia es que el ser humano no tiende naturalmente al suicidio. Hoy hay una tendencia creciente a escapar de los odiadores y a considerar a los agrietados de uno y otro bando como personas en situación de riesgo.
   Los programas de televisión que crecieron con la grieta pierden rating y un no-candidato como Lavagna sube en las encuestas. El ex ministro está muy lejos de ganar, pero corporiza ese malestar.  
No se hicieron películas del posapocalipsis zombi, sobre qué sucede si el virus es derrotado. Pero hay ejemplos en la historia de qué pasa con las sociedades que atravesaron enfrentamientos irracionales y lograron salir.
La Alemania del posnazismo, la España posfranquista, la Argentina de la posdictadura. Después de ese tipo de traumas, como tras las largas enfermedades, las personas se desperezan golpeadas, avergonzadas de haberse comportado como muertos vivientes, pero inoculadas para no repetir la tragedia.
El país está enfermo, pero entender que el odio nos hace peores es un primer paso para dejar de propagar el virus y encontrar la cura.