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Efímeros y fatales

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Discursos de odio. | Shutterstock

La grieta se ensancha hasta polarizar el corazón. Ya no son ideologías que se contraponen o bandos irreconciliables. La era del amor-odio divide sentimentalmente las aguas, hasta volverlas peligrosamente turbias. Se ama tan fácilmente como prolifera el odio. Haters y nicers bombardean las redes, estipulando parámetros efímeros y fatales. Efímeros porque se ama cualquier cosa, y se odia hasta lo más mínimo. Fatales, porque la injuria cala hondo y hace trizas los espejos. En la congregación digital, se lapida con palabras en lugar de piedras.

John Langshaw Austin, en sus conferencias de 1955 en la Universidad de Harvard, ya lo anunciaba: Cómo hacer cosas con las palabras. Con una basta para desmoronar voluntades. Los extremos del amor y los millones de seguidores o el odio y sus detractores parecen desestimar toda instancia intermedia. La euforia rivaliza con la manía. ¿Qué se juega en esta división extrema? ¿Un espíritu belicista, categorías religiosas? El amor ligado a la fe, en el paraíso (“seguidores”); el odio ligado a la violencia, en el infierno (“cancelados”).

Aprovecho para reivindicar uno de los cantos menos atendidos de la Divina Comedia, quizá porque precede a dos de los más celebrados. Por lo general, apenas Dante Alighieri ingresa en el Infierno, cuando se inicia en el recorrido de los nueve círculos que lo componen (recuerden que el Séptimo Círculo es el de los violentos, de allí la inolvidable colección de policiales dirigida por Borges y Bioy que llevaba ese nombre), se alaba el Canto IV. Es cierto que allí, en el Limbo, aparecen los grandes escritores y filósofos, reunidos en el Castillo Noble (Aristóteles, Platón, Euclides, Séneca, Homero, Virgilio, entre tantos). Es un encuentro único, donde el propio autor salva a los “no bautizados” por haber inventado mundos e ideas, por trascender mediante la sensibilidad y la inteligencia, no mereciendo más castigo que el de la “suspensión” (sombras suspendidas que mantienen sus coloquios). En el siguiente canto, audaz y adelantado, el V (del que hay muchos poemas escritos y cuadros pintados), encontramos a Paolo y Francesca que se enamoran leyendo, y son condenados por la lujuria que despierta la lectura entre ellos (Francesca, una de las primeras mujeres que aparecen leyendo en la literatura). Sin embargo, el canto salteado que me interesa en esta ocasión, el III, no suele ser recordado. Se trata de las puertas del Infierno, o la antesala, o el anteinfierno, a tal punto que son las mismas puertas que comienzan diciendo: “Por mí se entra a la ciudad doliente… Por mí se va hacia la perdida gente”.

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Es un lugar innominado, ni Limbo, ni círculos del Infierno, ni cielos del Paraíso. ¿Lo que hoy podría llamarse un no-lugar? Allí van a parar quienes no toman partido, los indiferentes al temor y al deseo, “aquellos que vivieron sin infamia y sin elogios”. Los que no veneraron ni odiaron, “por sí actuaron”. ¿Tan condenable es la indeterminación que ni siquiera recibe una condena más que dejarlos afuera?