En Sobre el estilo tardío. Música y literatura a contracorriente, Edward Said retoma un ensayo de T. W. Adorno acerca de las últimas composiciones de Beethoven, en el que piensa al estilo tardío “no tanto como armonía y resolución, sino como intransigencia y contradicción no resuelta”. El estilo tardío, cuando ocurre, en lugar de llevar al artista hacia una madurez y una completud de su propia obra, resulta, al contrario, en una forma de radicalidad con su época y con su propia obra anterior. Said escribe –con un tono que anticipa al Agamben de ¿Qué es lo contemporáneo?– que “el estilo tardío se encuentra en, pero al mismo tiempo y de modo extraño, alejado del presente”.
¿Podría decirse algo así de Humanismo, impugnación y resistencia, el primero de los libros publicados de los que dejó escritos Horacio González antes de morir? Escrito durante la pandemia –en ese vaivén entre urgencia y mirada panorámica– Humanismo juega ese doble juego, entre la cercanía y la distancia, que también es un doble juego en torno a la propia obra de González.
La contradicción no resuelta, incluso la paradoja, ha estado siempre en el centro de la escritura de González. Su perspectiva es la de un historicista, pero también la de un vanguardista, términos, en principio, antitéticos. Mientras que el vanguardista sueña con el año cero de la historia, con el corte definitivo con el pasado y la irrupción de lo nuevo; el historicista ve genealogías secretas y poderosas en lo dado como novedad, ve filiaciones sinuosas y a veces hasta olvidadas en el clima de época. Pues en González estas dos sensibilidades concurren en conjunto hasta desembocar en un vanguardismo historicista o en un historicismo vanguardista. No sorprende entonces el rescate o el desafío de volver sobre una categoría casi en desuso, como “humanismo” (no sorprende porque la de González es la obra de un gran humanista). Pero sí le agrega un plus a sus textos, a su trayectoria, esa dimensión programática (o casi), no tan presente en sus libros anteriores.
La defensa, o mejor dicho, la indagación en torno a un “humanismo crítico” puede leerse también como un manifiesto, un manifiesto filosófico-histórico, una toma de partido, no carente de riesgos, porque pocos pensamientos han tenido caídas tan brutales como el humanismo. Buena parte del pensamiento del siglo XX consistió en cuestionar esa tradición, en denunciar la dialéctica entre cultura y barbarie que porta esa posición. González conoce esos peligros como pocos –o como nadie–, pero decide correr el riesgo, cargado como siempre de erudición, más una prosa abierta, tal vez como nunca antes, a las metáforas poéticas.
Pensar el humanismo –“palabra manchada y machucada”– no implica para González volver tres casilleros atrás para pretender encauzar una tradición extraviada. González no es Habermas declarando incompleta a la modernidad para intentar llevarla a buen puerto, como si ese desvío trágico no estuviera incluido ya en la dialéctica de su desarrollo. No. González relee la tradición del humanismo con sus dobleces trágicos para volver a él desde otro lugar, desde la catástrofe, desde el espíritu crítico y “ver si de ese nombre (…) podría extraerse alguna huella cuyo barro seco atestiguara que allí pasó un chubasco antiguo, donde alguna vez alguien vio el fugaz brillo salvador de la rareza humana”.