COLUMNISTAS
VOCACION DE PODER

El desierto crece

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Si Cristina se retira del escenario político y decide no presentar su candidatura para la renovación de su mandato en las próximas elecciones: ¿qué dejan el kirchnerismo y el Frente para la Victoria para el futuro de los argentinos? ¿Qué estructura de poder queda en pie y cuál es la dirigencia con capacidad de liderazgo para que se profundice el modelo iniciado hace ocho años? Un modelo que necesita, según sus propios escuderos, que se mejoren sus logros, se corrijan sus errores, y que requiere una desvelada vigilancia de sus guardaespaldas para evitar retrocesos que sólo ansían neoliberales, oligarcas y gorilas. ¿Serán Verbitsky, D’Elía, Abal Medina, Boudou, Zannini, De Vido, promisorios Wados y Recaldes…cuáles de estos preferidos, ya fuere en la construcción de la ideología o relato de este último período, o en la implementación de sus políticas, está en condiciones de asumir un rol conductor si la Presidenta da por terminada su actividad política por un tiempo o para siempre? Ninguno. ¿Y qué hacemos con esta respuesta paralizante? El anuncio contento de sí y frívolo de este atributo negativo no sólo es un exabrupto político sino un escándalo semántico. Hay que tener sangre fría para dar respuestas tan rápidas sobre cuestiones de esta envergadura. No podemos ni queremos aceptar este vacío. Intentemos nuevamente con la pregunta enunciándola de otra manera: ¿quién asegura la continuidad de una política que pretende ser una realidad perdurable, resultado de una concepción del rol del Estado, de una idea de Nación, del funcionamiento aceitado y viable de los sectores de la sociedad civil para que se beneficie el conjunto y no el fruto de una aventura política de un personal gubernamental transitorio? Nadie. Otra vez la nada dicha de un modo ligero y definitivo. Nos ofrecemos una última oportunidad e insistimos con este enigma oracular: ¿quién garantiza la continuidad de esta política que lleva dos períodos? Silencio. La pitonisa hace ruido, se agita, ronca y escupe pero se calla. Nos arroja a la cara esta evidencia: a falta de nepotismo, no hay sucesión. No hay parientes, ni herederos, no hay cónyuges, la dinastía no ha sido configurada y el vacío no será llenado por nadie.

¿Qué tipo de sociedad es la que depende de la eternidad de un solo individuo para que nadie tema un caos si el Unico se disipa y esfuma? ¿Cómo se llama el paradigma que hace posible la preparación de un terreno baldío, apto para el desencadenamiento de la violencia por ausencia de corona? ¿Qué clase de psicología política se diagrama para que a la partida del Irreemplazable cunda la angustia colectiva? Hablamos de una sociedad que sólo puede vivir en el marco de la servidumbre voluntaria.
Hay países que tienen estructuras políticas que organizan su devenir en vistas de la continuidad. Cuidan hasta los mínimos gestos públicos para que la previsibilidad sea una variable ponderada. Sus dirigentes saben que la continuidad agrega valor a sus países y a sus pueblos. Continuidad no significa necesariamente conservación de lo adquirido, sino pensamiento estratégico. Objetivos compartidos por los principales sectores de una sociedad. Pueden existir desacuerdos sobre políticas coyunturales, diferentes concepciones de la acción política, divergencia respecto de las prioridades. Pero hay una voluntad consensuada de mantener el sistema, sin que por eso se trabe el dinamismo social ni se impida la renovación de autoridades. Esto es posible no porque haya una idea definitiva de hacia dónde se quiere ir, sino una clara idea de hacia dónde no se quiere volver. Hay un rechazo compartido de un pasado que fue destructor y de fantasmas que hacen revivir épocas trágicas que nadie pretende resucitar. Es por eso que se cuidan la continuidad institucional y los engranajes de la república representativa por vía electoral. Lo percibimos en Chile, Uruguay y Brasil. En estos países, un período de cuatro años –con una o ninguna posibilidad de reelección– no es un obstáculo para pensar una política. A nadie se le ocurre que en tan poco tiempo no se puede hacer nada. Por el contrario, se cree que si la política implementada ha sido favorable para la mayoría de la población, un sucesor con la misma línea partidaria la continuará y nada precioso se perderá en el camino. Se intentará terminar lo comenzado, mejorar lo ya realizado y no demoler lo construido. En un sistema configurado de este modo, los miembros de la colectividad perciben que sus vidas privadas pueden trascender más allá de la lucha individual por sobrevivir, y que existe algo así como un esfuerzo común y una clase política con vocación dirigente. Que no es lo mismo que la tan aplaudida vocación de poder.

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En nuestro país, el poder tiene la pretensión de ser ilimitado en el tiempo y en el espacio. Los presidentes aspiran a convertirse en tótems. Ocho años de kirchnerismo dejan a una reina en medio de un desierto político. No sólo en la oposición se perciben la esterilidad y la sequedad de dirigentes. Se fueron todos, tanto de un lado de la trinchera como del otro. Pero abundan los capataces. Las prebendas distribuidas en estos años han creado zonas de poder que dependen de la corona y amenazan con ir al asalto de la plaza pública si a alguien se le ocurre cuestionar este sistema y su red de jefaturas. Ningún auditor deberá atreverse a pedir la apertura de algún libro de cuentas. Esta realidad también es parte del modelo elaborado por el kirchnerismo. El Uno, su corte y sus legiones. Si se va el Uno, las legiones se matan entre sí. Lo vimos en el ’74 con la muerte de Perón, escena que la corporación cultural ha bautizado como la de una época maravillosa. No es extraño, entonces, que se sienta el deseo de que Cristina Fernández se quede otros cuatro años, y más tiempo aún gracias a una reforma constitucional, un deseo basado en el temor, una operación que se hará clamor para que no se vaya y no nos deje solos, a nosotros, los argentinitos desguarnecidos, y que no le dé entrada a la famosa ingobernabilidad. En conclusión: siempre estamos en el mismo lugar. Veinte años no es nada. Agitados e inmóviles. Décadas de democracia y todo lo sólido se desvanece en el aire. Nada ha cambiado. Somos siervos de la corona hasta el final. Megalómanos, gritones, patoteros, y de rodillas. Ya sea con dictaduras militares, democracias proscriptivas, populismos plebiscitarios, con minorías perseguidas, parece que a los argentinos nos gustan las tiranías. La historia nos dice que entre lo antiguos griegos los tiranos tenían un aspecto benévolo y otro maligno. Por un lado repartían pan, por el otro, no se iban más. La sociedad los amaba mientras disfrutaba de prosperidad, se la debía al Uno, pero cuando las vacas estaban flacas, pedían Otro. De no hacerlo, a estos ancestros civilizatorios les quedaban dos caminos: la democracia, concebida como el gobierno de la equidad que corre el riesgo de degenerarse en la dominación de una multitud que vive en el caos de las opiniones sin autoridad; y la aristocracia, que definían como el poder en manos de los virtuosos y de los que saben, con la posible desviación de convertirse en una plutocracia. Mucho no hemos avanzado en nuestro abanico de alternativas políticas. Aquel mundo ateniense se desmoronó. No quedaron ni tiranos, ni demócratas, ni aristócratas. Aquella polis griega desapareció y emergió una nueva realidad: el Imperio. Pero nosotros, ni ese sueño podemos albergar. De esa pretensión desmedida se ha encargado nuestro Gran Hermano del Mercosur.

*Filósofo. (www.tomasabraham.com.ar)