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La Lengua argentina

El Diego y las paremias

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| Cedoc

Los especialistas llaman paremias a esas frases sentenciosas y asentadas en la cultura que sirven para explicar algo de la vida. Desde los refranes hasta las máximas, son fórmulas repetidas por generaciones, que han concentrado un saber popular (urdidas por las viejas, diría el Arcipreste de Hita) y llegado desde antiguo. Muchas veces, contradictorias. Pero siempre eficaces.

De hecho, si alguien le dice a un procrastinador “Al que madruga, Dios lo ayuda”, el procrastinador podrá responder con toda confianza “No por mucho madrugar se amanece más temprano”; dos refranes que se oponen claramente y que, al mismo tiempo, revelan con exactitud lo que cada uno pretende argumentar.

Y es que las paremias, fijadas en la memoria de los hablantes, suelen ser usadas ya sea para proponer una norma de conducta que orienta el comportamiento –como ocurre con “Al que madruga…”–, ya sea para describir una situación –como en “No por mucho madrugar…”–. Aunque, sobre todo, se las emplea para fundamentar el propio punto de vista e inducir al interlocutor a aceptarlo.

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Pues más allá de los desacuerdos académicos en la taxonomía de las paremias (cuáles son refranes, cuáles son proverbios, en qué se distinguen los adagios, qué es un apotegma), nadie mayor con algo de memoria podría negar su validez persuasiva. Cuando se pronuncian –ante quienes conocen esa paremia particular, claro–, la discusión pareciera quedar saldada: se trata de un saber superior que viene desde otro tiempo a esclarecer lo que aquí y ahora nos resulta brumoso.

Lo cierto es que los refranes, proverbios y demás han caído en un notable desuso, probablemente producto de la multiplicación de discursos que sirven a fines similares. Jean-Claude Anscombre, un reconocido lingüista francés, decía en 1997 que los eslóganes de las publicidades pueden funcionar al modo de las paremias y, en alguna medida, las están reemplazando.

Así es. Muchos argentinos (y argentinas) recordamos algunas frases publicitarias e, incluso, las usamos a veces (quizá con ironía) ante el desconcierto de quienes no habían nacido cuando se impusieron. “¿Para qué le habrán puesto caballos?”, “En Europa no se consiguen”, “Poderoso el chiquitín”, “No va a andar” o “Caro, pero el mejor” se escuchan aún, muy de vez en cuando, por mi barrio.

Y lo mismo sucede con ciertas expresiones de sujetos conocidos. “Síganme, que no los voy a defraudar”, del ex presidente Carlos Menem a fines de los 80. “Si querés llorar, llorá”, de Moria Casán en un talk show. O “¡Qué buena pregunta, Mario!”, de Andy Kusnetzoff en el legendario CQC.

La noticia de los últimos días, lo sabemos, fue la muerte de Diego Maradona. Un jugador genial, hombre con –tal vez– más sombras que luces, que despertó homenajes en rincones impensados del planeta, desde Newcastle hasta Bangladesh. Y que nos regaló una “revancha” de mentirita por Malvinas (irracionalmente emocional) durante la democracia de Alfonsín y en el estadio Azteca, con un gol imposible. Una especie de gambeta a la historia.

Como ocurre con las paremias, como ocurre con los eslóganes y las expresiones que calan en la gente, nos quedan muchas frases de Maradona, reproducidas y reproducentes, que se usan para explicar algo de la vida. Con tono grave o jocoso, con aplomo o exaltación, ya forman parte del repertorio popular. “La pelota no se mancha”, “La bronca es mi combustible”, “Me cortaron las piernas”, “Se le escapó la tortuga”.

A diferencia de los eslóganes, pero tal cual pasó con las paremias, puede esperarse que las frases del Diego permanezcan en el recuerdo de quienes hoy lo homenajean, y en el de sus hijos y en el de sus nietos. Y que se inscriban en monumentos que se levanten en su memoria. Y que regresen cada vez que, desde el archivo, vuelva a rodar esa carrera de cincuenta metros esquivando rivales y esa gloria de gol que, un poquitito, nos proyectó mejores.

*Directora de la Maestría en Periodismo de la Universidad de San Andrés.