Cuando el equilibrista se cae de su cuerda floja, llega a un nuevo estado de equilibrio, mucho más estable que el anterior. Pero no lo llamamos equilibrio sino desgracia, porque es lo contrario de lo que deseábamos. Hay en el mundo muchos equilibrios posibles, como hay en la música diversas armonías, pero reservamos las palabras “equilibrio” y “armonía” para nombrar con ellas las situaciones que preferimos.
En la sociedad también hay muchos equilibrios y armonías, según los vean los dictadores o los demócratas, los ricos o los pobres, los oficialistas o los opositores. Corresponde a la Constitución y a las leyes establecer qué tipo de equilibrio ha de buscarse y cómo organizar las cosas para vivir en la armonía preferida.
Esta última función, que tiende a mantener un equilibrio previamente definido actuando sobre una realidad en constante movimiento, es lo que los expertos en sistemas llaman retroacción o feed back, porque consiste en aplicar cierta dosis de energía en sentido opuesto a las variaciones que se alejan del punto deseado. Así, si hay una epidemia, se refuerza la asistencia médica; si sube el dólar, el Banco Central vende divisas; si alguien comete un delito, se busca aplicarle la pena fijada por el código; si alguien no paga sus deudas, se le embargan bienes para resarcir al acreedor.
El mantenimiento de ese equilibrio requiere una organización especializada, llamada Estado, que en los regímenes republicanos suele hallarse repartida en tres poderes: todos ellos están diseñados para aplicar la retroacción, cada uno dentro de su competencia.
Pero el sistema estatal es en sí mismo una pequeña sociedad dentro de la sociedad mayor. Aquellos tres poderes, cada uno con sus distintos niveles jerárquicos, deben encontrar el modo de que todo funcione armónicamente con los objetivos generales. Esto no es sencillo, porque cada organismo dentro de una organización, por pequeño que sea, genera sus propios objetivos internos: ambiciona un poco más de poder, de comodidad y de presupuesto, aun a costa de los recursos de todo tipo que hayan de ponerse a disposición de otros organismos. El Estado tiene por función contribuir a preservar la armonía dentro de la sociedad, pero su estructura, destinada a cumplir esa tarea, requiere su propia armonía, un equilibrio de segundo nivel que le permita cumplir con la mayor eficiencia la función de mantener el equilibrio general.
Los Estados, en mayor o menor medida, adolecen de ciertas endemias tradicionales: la búsqueda de objetivos personales o grupales por encima de los generales, la corrupción de los funcionarios, la politización de la Justicia, la tendencia a preferir en los cargos públicos a los amigos con total o parcial prescindencia de su idoneidad, el mal uso de los fondos estatales para fines privados o para financiar militantes, la desinformación, el clientelismo. Cualquiera sea la forma de equilibrio que la Constitución y las leyes de un Estado hayan adoptado como preferible, la incidencia de estas fallas en el segundo nivel del equilibrio pone en peligro el mantenimiento de la armonía general. Esta reflexión no ha de dirigirse específicamente a una situación social determinada, como si los males fueran culpa de un mal gobierno: ella excede las decisiones de coyuntura y vale para cualquier país, para cualquier Estado y para cualquier orientación política, porque corresponde a la eficiencia del sistema antes que a la dirección que se procure imprimirle.
La Argentina no está exenta de aquellos males. Basta repasar la historia nacional para advertir que, con pequeños altibajos de tanto en tanto, nuestra tierra viene padeciendo esa virosis de segundo nivel desde mucho antes de la Revolución de Mayo, que el año próximo conmemoraremos. ¿Habrá, contra esa enfermedad, alguna terapia distinta de la contraproducente cirugía? Encontrarla y aplicarla sería un buen modo de celebrar el Bicentenario.
*Director de la Maestría en Filosofía del Derecho de la UBA.