En las últimas elecciones españolas, el Partido Popular (PP) y el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) reunieron ambos 50% de los votos mientras dos fuerzas políticas nuevas, Podemos y Ciudadanos, se alzaban con el 20% y el 14%, respectivamente. En 1982, socialistas y populares reunían el 73% y en 2000, apenas adoptado el euro, llegaron a acumular el 78% del electorado. “España tumba el bipartidismo y deja el gobierno en el aire”, tituló recientemente un diario nacional.
Pero no sólo en España el sistema está inestable y en proceso de fragmentación. En 2015, más de veinte países de la UE eran gobernados por coaliciones. Hoy en día, sólo en tres países de la Unión Europea existen gobiernos que ostentan una mayoría parlamentaria propia: Reino Unido, Eslovaquia y Malta.
En este contexto se alzan interrogantes sobre la gobernabilidad europea.
La firme voluntad de cambio que se viene verificando en la geografía europea no refleja, en la inmensa mayoría de los casos, una pérdida de confianza en la democracia, sino más bien la necesidad de regenerarla y devolverle contenido social. Se trata de una voluntad que expresa un corte entre las generaciones que vieron fundar la UE y las nuevas que están padeciendo sus desvíos.
Conversando recientemente en Lisboa con el ex premier socialista Mario Soares, protagonista principal del ingreso de Portugal a la UE, éste me refirió: “La UE fue hecha por dos partidos, el socialdemócrata y el demócrata cristiano. Hoy todo eso se está perdiendo…”
Aquella convivencia dominada por grandes partidos de centroderecha y centroizquierda se apoyaba en un poderoso consenso para dejar atrás las guerras, jugar un equilibrio conveniente entre EE.UU. y la URSS, sostener un sistema democrático representativo, impulsar el libre comercio y asegurar una protección social universal. Como enseñaba el politólogo italiano Giovanni Sartori, este pluralismo bipartidista era la solución más segura. Se podía discutir desde izquierda o derecha el tenor del papel regulador del Estado, pero nadie dudaba de que debía tenerlo y por qué.
Hoy, las noticias sobre la crisis que atraviesa la Unión Europea desde 2008 nos siguen llegando cargadas de historias sobre estancamiento, desempleo y recortes sociales en países a los que admiramos durante décadas por su modelo de convivencia, solidaridad, desarrollo y protección social. Las políticas de ajuste y austeridad implementadas por esta segunda generación de políticos europeos remató el giro neoliberal en el que se embarco Europa en los 90 y puso en juego no sólo la Zona Euro sino toda la experiencia de asociación de naciones, única en la historia y ahora asediada por ciudadanos descontentos en busca de alternativas políticas.
A ello sumemos las nuevas alarmas encendidas por la cuestión migratoria y el terrorismo. La crisis empujó a los europeos a expresarse en las calles y en las urnas. El tejido político está mudando la piel. El resultado es una mutación de final incierto que hace tambalear al tradicional sistema bipartidista europeo y abre las puertas a nuevas fuerzas, por derecha y por izquierda.
El gran desafío de las nuevas fuerzas (el premier griego Alexis Tsipras lo sabe bien después de ganar un referéndum contra el ajuste y terminar aplicándolo) es cómo permanecer dentro de la UE y reformarla con países endeudados y en recesión. Como también me dijo Soares, toda Europa tiene ahora sólo un gran partido, y es de derecha. La izquierda debe reformularse para garantizar un Estado social, o sucumbir.
La condición imprescindible para una buena salida nos devuelve al principio, a la necesidad de un consenso democrático y social capaz de sostener cualquier sistema político, bipartidista o fragmentado, pero inspirado en aquellos valores que nos hicieron admirar la Europa común.
*Ex embajador ONU, EE.UU. y Portugal.
Autor del libro Diálogos sobre Europa.