Días atrás, un amigo me reprochaba frente a testigos mis recurrentes referencias al setentismo, mis habituales enojos con el relato oficial, con la impostación de un progresismo literario que sigue hablando de la toma del Palacio de Invierno mientras el Gobierno presenta a Alejandro Granados –una especie de Luis Abelardo Patti desaliñado– como la última novedad en materia de seguridad y a la fracasada estatización de Aerolíneas Argentinas como un hito del socialismo contemporáneo. “Ustedes, los del 70, están obsesionados, viven peleándose por cosas que a nadie le importan. Tienen que retirarse de una vez por todas, es el mejor servicio que le pueden hacer a la patria”, remató con saña mi joven interlocutor.
Confieso que sentí el impacto de esa sentencia. Quizá porque la década K generó, desde el punto de vista de las ideas, una ficción en la que terminamos involucrados todos, incluso quienes estamos convencidos de que la historia no es un bien de uso que se abre y se cierra según la conveniencia de los actores del presente. De alguna manera, el kirchnerismo nos melancolizó y nos distrajo en batallas épicas con sabor a viejo.
Y de esa trampa no hemos podido escapar. La dramatización ideológica a la que fuimos sometidos nos ha dejado finalmente desnudos. Hace mucho que no hablamos en serio del país que queremos, del sistema económico que necesitamos, de la democracia en la que nos gustaría vivir. Hace diez años que no hablamos del futuro. Nos hemos convertido en falsificadores seriales de antecedentes: nadie apoyó a la dictadura, todos fuimos combatientes, luchadores consecuentes contra el imperialismo, defensores de los derechos humanos, enemigos de la nefasta convertibilidad, antimenemistas de la primera hora. La agrupación política más novedosa que ha parido la década se llama La Cámpora, en homenaje a un presidente que no fue, Cristina Fernández desliza ahora que siempre fue de izquierda, desde que en 1973 votó a Jorge Abelardo Ramos. Y sigue el festival de la retórica.
La lógica amigo-enemigo, forzada artificialmente con el uso de documentación apócrifa, terminó dividiéndonos y fue minando la confianza entre los actores políticos. El gobierno surgido luego de la crisis casi terminal de 2001-2003 encontró en la degradación del pluralismo y de la república un recurso óptimo para la acumulación de un enorme poder, pero no fue capaz de convocar a la sociedad para generar un nuevo pacto hacia la modernidad. Las palabras “diálogo”, “acuerdo”, “concertación”, “convivencia”, se cayeron del diccionario. La oposición, por su parte, no pudo zafar de esa lógica perversa que el oficialismo le supo imponer. Sólo el milagro de una coyuntura mundial favorable a los países emergentes nos permitió jugar al solitario sin medir las consecuencias que la improvisación dejará, otra vez, como hipoteca para afrontar el porvenir. A pura soja, le fuimos dando empujoncitos al progreso. Con golpes de efecto, dilapidando recursos, falseando cifras, convirtiendo la corrupción en un tema intrascendente, desconociendo las necesidades reales de un pueblo que viaja como ganado y vive al borde de la desesperación por la inseguridad.
No hay modelo y, lo que es peor, no hay tampoco antimodelo. Quizá ése sea el problema principal que nos aqueja. Porque no hemos comenzado a polemizar, de verdad, cómo afrontar los días que vienen. Sin sectarismo, sin espíritu de revancha, preservando la memoria, pero sin perder de vista que –al decir de Tzvetan Todorov– su ejercicio ilimitado puede tornarnos ciegos “a las injusticias del presente”.
El contundente veredicto de las elecciones primarias sólo ha reflejado que algo se termina. La sociedad manifestó su hartazgo y buscó, entre las opciones posibles, una válvula de escape para manifestar su descontento. Pero no está claro que, de confirmarse las tendencias electorales en octubre, la proa se haya puesto en dirección al futuro. El final sigue abierto.
*Periodista y editor. Miembro del Club Político Argentino.