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El inframundo argentino

Un irracional "sálvese quien pueda" nos envuelve e idiotiza. Pareciera que no tenemos arreglo.

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La irremediable pulsión argentina, Sigmund Freud. | Pablo Temes

El inframundo es un tema clásico, desde la mitología griega y la literatura hasta el psicoanálisis. Evoca en la tradición griega el mundo de los muertos, regido por el tiránico dios Hades; en el psicoanálisis, Freud lo menciona como una metáfora del inconsciente, donde residen las pulsiones reprimidas. El Diccionario de la RAE amplía el significado clásico: además de equipararlo al lugar donde habitan los muertos y los espíritus, le suma el aspecto sociológico.

Define “inframundo” como “conjunto de personas que viven de forma miserable con respecto a la sociedad a la que pertenecen”. Esto ya no es mitología, literatura o psicología individual, sino el término que expresa una tragedia contemporánea y convoca la rebelión, como lo planteó Raymond Williams en la estela de Camus y Sartre.

La coacción de las pasiones y las miserias está asociada al inframundo, que es la sede de lo inadmisible. Dando el salto de lo individual a lo colectivo, Freud fijó una premisa que hoy es casi un lugar común: la cultura se construye sobre la renuncia a lo pulsional. A la insatisfacción, dirá el padre del psicoanálisis dejando planteada la incómoda cuestión, se llega “mediante sofocación, represión, ¿o qué otra cosa?”. La coa-cción cultural de los impulsos le recuerda a Freud la represión política, en un párrafo que no tiene desperdicio: “la cultura se comporta respecto de la sexualidad como un pueblo o un estrato de la población que ha sometido a otro para explotarlo. La angustia ante una eventual rebelión de los oprimidos impulsa a adoptar severas medidas preventivas”.

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Son las zozobras que la modernidad le depara a las sociedades. El progreso puede ser logrado o fallido. En la Argentina este tema resultó el principal motivo de controversia intelectual, la que giró en torno a la célebre distinción de Sarmiento entre civilización y barbarie. O, como lo consideraba Freud, entre cultura y pulsiones. Unos pocos, olvidados entre los escombros de la historia, supieron captar la falacia que se esconde tras un proceso civilizatorio que no sintetiza, sino que sofoca, los elementos que no encajan en su concepción. Republicanos y peronistas siguen peleando por esto, como lo hicieron antes liberales y nacionalistas y más atrás unitarios y federales. La vieja mueca, mientras el país se nos escurre de las manos.

En la conclusión de Radiografía de la pampa, publicado en 1933, Ezequiel Martínez Estrada impugnó la dicotomía: “Lo que Sarmiento no vio es que civilización y barbarie eran una misma cosa. No vio que la ciudad era como el campo y que dentro de los cuerpos nuevos reencarnaban las almas de los muertos. Esa barbarie vencida, había tomado el aspecto de la verdad, de la prosperidad, de los adelantos mecánicos y culturales. Los baluartes de la civilización habían sido invadidos por espectros que se creían aniquilados, y todo un mundo sometido a los hábitos y normas de la civilización, eran los nuevos aspectos de lo cierto y de lo irremisible. Conforme esa obra y esa vida inmensas van cayendo, vuelve a nosotros la realidad profunda. Tenemos que aceptarla con valor, para que deje de perturbarnos; traerla a la conciencia, para que se esfume y podamos vivir unidos en la salud”.

De pronto, interrumpiendo el flujo de noticias sobre las banalidades del poder y el espectáculo, los medios enfocaron una tragedia suburbana: 24 jóvenes murieron, de manera horrible, por haber consumido cocaína adulterada. Es el retorno imprevisto de un hecho conocido, aunque reprimido: la adicción masiva a las drogas en las clases populares, atendida por una enorme red de provisión de narcóticos al menudeo en las peores condiciones sanitarias y de producción. Demasiados muertos para no ir, por un puñado de rating, detrás de ellos y sus familiares. Madres que claman de impotencia, historias de compulsiones destructivas e irremediables; críticas desatendidas a la ley de salud mental, sospechas de complicidad policial y política. Y en el trasfondo, lo ocultado: embrutecimiento, falta de oportunidades laborales y educativas, descomposición familiar, deficiente atención sanitaria, mafias. Espectros que retornan, cuerpos reencarnados en el alma de los muertos: el inframundo argentino invadiendo la ciudad mediática.

Lejos de los hechos, imbuidos en la lucha por el poder, los políticos responden arrojándose la responsabilidad.

La oposición afirma haber hecho retroceder el narcotráfico con políticas acertadas, que el actual gobierno descartó; el oficialismo niega tan maníacos propósitos y resultados, exponiendo el modo correcto con que está afrontando el problema. Para peor, dos funcionarios parecieran defecarse en el dolor: se cruzan acusaciones, chicanas e ironías, culpabilizándose. Con alguna excepción, ninguno de los políticos relevantes hace autocrítica ni propone salidas, solo se descalifican mutuamente, dando razón al creciente desencanto que suscitan y que ha llevado a que casi todos ellos tengan pronunciadas imágenes negativas. No asumen, o no les importa, el desprecio.

Pero no son solo los políticos, que después de todo tienen que someterse al escrutinio público cada dos años. Las élites argentinas han estado ausentes de este hecho. No hemos sabido de pronunciamientos o preocupaciones ostensibles de empresarios, sindicatos, iglesias, representantes de la sociedad civil, organismos de derechos humanos e intelectuales. Si alguno habló, fue en voz muy baja. Da la impresión que nuestras élites, asentadas sobre sus mullidas zonas de confort, se niegan a ver los espectros del inframundo argentino, sobre las que están asentadas sus cómodas residencias.

Hasta que algo (¿una rebelión, otra nómina de muertos?) no conmueva el statu quo, la Argentina soterrada seguirá drogándose, trabajando con precariedad, comiendo chatarra, soportando delitos, recogiendo cartones, alquilando pocilgas o durmiendo en la calle, cebando la agresividad que provocan la frustración y el desprecio. El control policial, la estigmatización, la indiferencia y las barreras físicas continuarán protegiendo a los barrios de clase media alta de ella, no sabemos hasta cuándo.

Lamentablemente, estamos demostrando que no nos interesa afrontar la realidad profunda para “vivir unidos en la salud”, como propuso la voz olvidada de Martínez Estrada. Encabezados por una clase dirigente irresponsable, huimos hacia adelante aferrados a metas individualistas, lo que descarta cualquier solución colectiva de nuestros más hondos problemas. Pareciera que no tenemos arreglo.

Un irracional “sálvese quien pueda” nos envuelve e idiotiza.

*Analista político. Director de Poliarquía Consultores.