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El lago de los dos corazones

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Venía contando que hace unos años encargué la realización de un trofeo deportivo que certificara falsamente mi destreza en el arte de la pesca deportiva, y falsamente afirmé que nunca en mi vida había ido a pescar. Pero lo cierto es que un día sí lo hice, y ese día estaba destinado a ser uno de los más importantes de mi vida. Yo ingresaba a la comunidad entre hombres (sin mujeres), acompañando a mi padre a una excursión de pesca con amigos. Sobre todo, aquello significaba que mi padre estaba dispuesto a establecer conmigo una forma necesaria de la paridad, reconocía mi existencia, mi creciente condición de adulto. Esto es, que yo existía para él, que él pensaba en mí. Creo que el destino elegido era la laguna de Chascomús. Y hacia allí fuimos. No recuerdo nada del viaje, aunque supongo que mis expectativas serían desmesuradas: una jornada épica, interminable, donde iríamos tirando línea y sacando de inmediato lo que en la laguna se pescara, y al fin del día, charla de hombres, pescado asado, fogón. La dicha perfecta.

Finalmente, llegamos. Para mi asombro, para mí, entonces, ligera decepción, yo recibí un utensilio de morondanga, de esos cuya línea se enrosca alrededor de la cañita, y que a lo sumo sirve para arrojar la tanza a una distancia de unos veinte centímetros respecto de los propios pies, pero mi padre aseguró que eso me iba a servir para mis primeros intentos. Encarnamos, y arrojé. Por supuesto, la boyita (o el triste corcho) quedó flotando. Yo esperaba la apoteosis de la realidad, el hundimiento y tironeo, la captura de un pequeño Moby Dick. Pero nada ocurría. Entretanto, mi padre, provisto de un aparataje razonable, línea, rail, no sé cómo se llaman esas cosas, había lanzado y su boya había volado y zumbando, trazó su espléndido arco y cayó a mitad del lago. Se supone que en su caso, la técnica indicaba arrojar y recoger. Así lo hizo. Dos, tres, diez enrolladas, y la línea empezó a tironear. “¡Picó algo, papá!”. Debía ser un pez de tamaño considerable, porque se resistía a la fuerza de mi progenitor, al punto que la línea, tensa, ya no se movía. Mi padre puso cara de malhumor. Tironeó una, dos veces, y la línea volvió a moverse, pero ya era como un efecto de arrastre. Al minuto, sacó el resultado. Su línea se había enredado infinitamente con ramas, líquenes putrefactos, configurando una serie de nudos inextricables. Mi padre me dio la caña y me dijo: “A esto se llama galleta. Desenredalo”.

No sé cuánto tiempo pasó, no sé por cuantas horas intenté deshacer esa trama. De haber sido entonces adulto, yo habría procedido cortando en el punto donde finalizaba la galleta y rescatado la boya y el anzuelo, y tirado el resto a la basura. Al fin, alguien se apiadó de mí y resolvió el asunto. En definitiva, aquel día aprendí sobre la decepción y la complejidad de lo real, y verdaderamente me gané un trofeo de pesca.

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