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El libro de una época

Un leve problema termina siendo una virtud: entrenado en la lectura de Borges, con los años toda cita que no sea apócrifa se me hace irrelevante.

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| Cedoc

Si no fuera porque escribo esto en un hotel de pasajeros cerca de Constitución, es decir, sin mi biblioteca a mano, comenzaría este articulín con la primera frase de Lo imborrable, de Saer, que creo recordar de memoria, aunque seguramente no debe de ser así, algún equívoco o errata se terminará filtrando: “Pasaron, como venía diciendo hace un momento, veinte años: anochece”. Pues, en mi caso no es tanto, apenas pasaron siete días, aunque sí es cierto que anochece, no solo mientras escribo esto, sino en mi vida en general. Como sea, estoy en condiciones de cumplir con la promesa formulada hace una semana, de versar hoy acerca de La novela de la Costa Azul, de Giuseppe Scaraffia (Periférica, Madrid, 2019, traducción de Francisco Campillo). Estructurado en capítulos en el que cada uno remite a un pueblo o ciudad de la Costa Azul (Menton, Cap-Martin, Roquebrune, Montecarlo, etc.), el libro compila declaraciones, observaciones, citas y experiencias de diversos escritores, intelectuales y artistas que pasaron por allí. Con una amplia mayoría de testimonios de las primeras cuatro décadas del siglo XX, también da cuenta de viajes en el siglo XIX y, muy sabiamente, se detiene en los 60, el momento en que el sur de Francia, de Brigitte Bardot y el Star System a los nuevos ricos del miterrandismo, perdió toda su aura y se convirtió lisa y llanamente en irrecuperable culturalmente. Entonces La novela de la Costa Azul está construida como una impecable sucesión de frases  y anécdotas (de autores en su mayoría franceses e ingleses, aunque también alemanes y de otras nacionalidades, entre las que, pese al origen del autor, hay pocos italianos: quién sabe, tal vez sea a causa de que Italia tiene sus propios lugares y paisajes iguales o mejores que la Costa Azul, sin contar que, en el siglo XIX, de Stendhal a Nietzsche y Wagner, el viaje a Italia cumplió un rol entre mítico e iniciático, mucho más importante que cualquier visita a la Costa Azul). 

Las frases e historias que organizan el libro no mencionan la referencia de dónde fueron tomadas. Ese leve problema para mí termina siendo una virtud: entrenado en la lectura de Borges, con los años toda cita que no sea apócrifa se me hace irrelevante. Hablando de relevar, mencionemos entonces algunos párrafos que dan cuenta de la inteligencia del texto: “Walter Benjamin se había atrevido a jugar en el Casino de Montecarlo a fin de conseguir el dinero necesario para viajar a Córcega con su esposa. En contra de lo que cabría esperar, ganó”. O también, esta de Marcel Duchamp en Niza: “La habitación del Hotel de Genève, en la esquina de la Place Gambetta, era en verdad deprimente. Lydie, su esposa, quedó impactada por aquella tapicería tan lúgubre, por la pintura de la pared desconchada, por la mesa que cojeaba y la butaca raída. A Marcel le gustaba”. Y finalmente, esta reflexión de Marina Tsvietaieva: “Me consume… no necesito toda esta belleza: el mar, las montañas, el mirto, las mimosas en flor… Esta belleza me obliga a un estado de admiración permanente. Sé que muchos serían felices en mi lugar; de hecho, todos los serían. Pero esta obstinada belleza me pesa. No puedo corresponder a ella. Yo siempre he amado las cosas sencillas: lugares normales y vacíos, lugares que no gustan a nadie… nunca podría amar la Costa Azul, como nunca pensaría en amar al heredero de un trono”.