Hace un mes, el 18 de abril, apareció una nota en Clarín sobre la que vale la pena detenerse. Mientras que la volanta decía “Nuevo capítulo en la historia de un polémico analgésico”, el título principal señalaba: “Grave denuncia contra un laboratorio que habría ocultado riesgos del Vioxx”. Y para que todo quede más claro, la bajada indicaba: “Acusan a Merck de minimizar el efecto mortal para pacientes con mal de Alzheimer”. Hasta aquí nada extraordinario: el vínculo entre medicina, capitalismo y salud es mucho más complejo de que lo que habitualmente se supone (o quizá se esconda cierta subestimación en esa frase, quizá ya no quede nadie que no perciba la relación entre el modo de producción de los medicamentos y la idea capitalista de lo que es estar sano o enfermo). Pero no. La nota no trataba esas cuestiones sociológicas.
El primer párrafo del artículo devela algo más, introduce otra dimensión: “Merck & Co. realizó sus propios estudios sobre su analgésico Vioxx, y luego contrató compañías que escribieran artículos para publicaciones médicas. Esos escritos aparecieron bajo el nombre de científicos que no habían hecho la mayor parte de la investigación, según muestran expedientes judiciales”. Aquí la cosa se va poniendo más interesante: ya no se trata de la relación entre compañías y consumidores (léase pacientes, es decir, enfermos), sino entre laboratorios y escritores secretos, entre el discurso público de una compañía y sus escribas. El artículo avanza, sin dejar de recalcar que el control ejercido por la compañía sobre los datos “le permitió a ésta minimizar el riesgo de muerte por Vioxx en pacientes con la enfermedad de Alzheimer”, para llegar al párrafo crucial, el corazón del asunto, la clave del argumento: “Cerca de 250 documentos (judiciales) muestran que los empleados de Merck trabajaban solos o con empresas editoras para escribir los manuscritos y más tarde reclutaron expertos académicos médicos para que pusieran sus nombres como autores”.
Toda similitud con lo que ocurre en el campo literario, con los grandes premios de las grandes editoriales, los tanques publicitarios, los best-sellers recalcitrantes, las novelas escritas en un español internacional, las campañas de marketing de autores mediocres, todo similitud, digo, es pura coincidencia. Sólo un alma cínica puede suponer que los agentes literarios, los editores comerciales, los especialistas en mercadotecnia, algunos directores de suplementos culturales y las fastuosas cadenas de librerías podrían llegar a actuar como los empleados de Merck que, como cita la nota en cuestión, “trabajaban con empresas editoras para escribir los manuscritos”. ¿Pero entonces puede haber escritores que piensen sus textos como productos? Por mi parte, me niego a creerlo. ¿No tiene acaso la escritura una relación directa con la originalidad, con la subjetividad?
Los expertos en marketing editorial suelen decir que los libros son un producto como cualquier otro. Es una frase interesante, porque desconfía del mito romántico de libro como objeto aurático, trascendental, casi religioso (en el capitalismo pop, el romanticismo se ha vuelto irremediablemente kitsch). Pero, al mismo tiempo, no deja de ser una frase curiosa. Ningún gerente de marketing de ninguna otra empresa diría que el suyo es un producto como cualquier otro. Si vendiera arvejas, diría que son sanas, nutritivas y baratas; si ofreciera antenas parabólicas, diría que son la única oportunidad de conectarse al mundo sin pasar por el engorro de cableado, y así, ante cualquier producto, buscaría su valor diferencial. Pero el libro, en esta época de compañías de escritores profesionales, parece ir convirtiéndose cada vez más en un objeto sin cualidades. Por más que, como señala el artículo de Clarín, “esas prácticas son usadas en todo el sector farmacéutico, aunque resultan difíciles de documentar"