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El límite de las reservas

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Sacando cuentas. El ministro de Economía, Sergio Massa, y el titular del BCRA, Miguel Pesce. | NA

No es caprichoso que el tema de la dolarización haya captado la centralidad del debate electoral. Pero con una mirada más cercana, y a medida que los impulsores o detractores de la iniciativa podían explicar detalles en el pro y contra, surgían alternativas, opciones y, sobre todo, tiempos de aplicación que no tenían lugar en la dialéctica bueno-malo del inicio. Lo que cambia no solo es una aproximación realista, sino también la consideración de las sucesivas restricciones que cualquier política económica debe sortear, por más que el voluntarismo y la épica electoral quiera otra cosa.

La dolarización surge por la inflación endémica con la que conviven los ciudadanos desde hace al menos medio siglo. Algunos indican que la salida tumultuosa del plan Gelbard de “Inflación 0”, en 1975, cuando en pocas semanas volaron por los aires el congelamiento de tarifas, los controles de precios y el tipo de cambio oficial con paritarias que iban escalando en su actualización.

La dolarización surge por la inflación con la que se convive desde hace medio siglo

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A partir de aquella fecha, perdió sentido la oportunista frase de Juan Perón en la Plaza de Mayo cuando preguntó a la multitud allí presente si alguien tenía dólares y como nadie contestó, dijo seguidamente: “Entonces para qué queremos dólares”. Alberto Fernández, si pudiera reunir algunos seguidores en ese ámbito, no podría hacer el mismo juego dialéctico: de a poco la dolarización de hecho fue ganando terreno en las transacciones económicas.

Como reserva de valor, una de alza funciones de la moneda, el dólar fue sustituyendo al peso a medida que la inflación alteraba los planes de inversión; en las transacciones de altos montos, es casi la norma y en los contratos a mediano y largo plazo, el dólar solo compite con los valores denominados en pesos indexados por alguna variable (precio de algún commodity, dólar oficial, MEP o cualquier índice que sirva para burlar la incertidumbre inflacionaria).

Esa pulsión “cultural” por el dólar no es arbitraria, es lo más lógico en una economía que en los últimos 80 años solo en la quinta parte tuvo un IPC de un dígito anual y coronó tanta persistencia en sus desequilibrios con estar en el podio mundial de las economías inflacionarias. Pero este año, las contingencias climáticas terminaron por potenciar esta obsesión. Ante la caída en al menos US$ 20 mil millones en las exportaciones, la escasez de divisas se agudizó. Al contrario de lo que dicta el manual de buenas prácticas de las economías que dependen de la cadena de valor de productos primarios, en épocas de “vacas gordas” el Banco Central no acumuló reservas. La dificultad que el Gobierno esgrime de la guerra en Ucrania afectó positiva y negativamente al sector externo: incrementó los precios de la energía importada, pero también crecieron los valores de los productos de exportación, con un saldo neto neutro. Sin embargo, la verdadera piedra en el zapato para poder aumentar las reservas como sí lo hicieron el resto de los bancos centrales de la región fue la utilización de la política cambiaria para acentuar efectos distributivos.

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Así, el precio de los alimentos y otros insumos industriales podían ser más bajos, pero de la mano de una cerrazón comercial para no alentar importación de productos terminados y partiendo del supuesto (realista en un análisis estático) que igualmente no afectaría las exportaciones. Pero tampoco las alentó: el crecimiento 2020-2022 solo fue por incremento de los precios y no en la cantidad, al revés de lo que el resto de los productores agropecuarios vecinos (Uruguay, Paraguay y Brasil) sí aprovecharon para posicionarse como líderes en el mercado global.

La sequía también puso de manifiesto la extrema vulnerabilidad con que la política expansiva con la que esta administración intentó compensar la inactividad forzada de la pandemia colocó a la economía. La razón era que no dejaba de poner en sus objetivos la de una política económica que no espantara votos y siguiera el credo del distribucionismo a cualquier costo.

La encrucijada actual tiene mucho que ver con eso, pero la lectura que se hace es extemporánea. Una solución a la escasez de dólares es dejar de controlar el mercado cambiario con un precio irreal, pero eso acarrearía una brusca suba del IPC y, sobre todo, del precio de productos alineados directamente con el tipo de cambio oficial.

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Pero se llega a esta situación por la política deliberada de atrasar el tipo de cambio iniciada prácticamente en 2020, cuando el tsunami de emisión no pudo ser compensado con colocación de deuda ni, lógicamente, con mayores impuestos.

A diferencia de otras restricciones, continuar trabajando con reservas netas negativas implica endeudarse indirectamente en divisas (como en el swap de yuanes, con la refinanciación obligada a las empresas por liquidación de importaciones o por más fondos de los organismos internacionales) o seguir echando mano a los encajes de los depósitos en dólares.

Tanto que ya se empezó a hacer números más finos acerca de cuáles son de organismos oficiales, cuántos de empresas (que no los retirarían con tanta facilidad) para ver hasta dónde llega el combustible.

Porque el truco del mago con un Fondo Monetario Internacional solidario con la campaña presidencial del ministro y negociador, por lo visto, tampoco viene saliendo como se ilusionaban propios y ajenos.