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El niño compadrito

Para la estancia en Cuzco, Mario Bellatin nos dio una sola recomendación: “Pregunten por El Niño Compadrito. Es lo máximo”.

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Para la estancia en Cuzco, Mario Bellatin nos dio una sola recomendación: “Pregunten por El Niño Compadrito. Es lo máximo”.

Habíamos decidido aprovechar el larguísimo fin de semana bicentenario cumpliendo el viejo y tantas veces acariciado sueño de visitar la capital del extrañísimo imperio de los incas y, como tantas otras veces, recurrimos a la sabiduría de un queridísimo amigo.

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El Niño Compadrito, en palabras de nuestro Virgilio, era una momia que una familia encontró en los fondos de su casa y, en vez de entregarla a la custodia museográfica, prefirió iniciar un culto.

El vértigo (y el apunamiento) nos impidió cumplir con la encomienda en los primeros días y cada noche, antes de dormirnos exhaustos, musitábamos: “Tenemos que ir a lo del Niño Compadrito”. ¿Podríamos encontrar el lugar sin ninguna referencia precisa?

Comenzamos preguntándoles a los mozos y camareros que nos atendían. No, no habían oído nunca nada sobre eso (o habían escuchado algo, pero no podían darnos direcciones precisas). Prometían averiguar, pero jamás volvían con una respuesta concreta.

Como la amabilidad peruana es proverbial, comenzamos a sospechar alguna trampa urdida por nuestro Virgilio, que no en vano se había referido al Niño como “el secreto mejor guardado de Cuzco”. ¿No se trataría de una invención más de su imaginación literaria?

Empezamos a preguntar a los taxistas. Recién el quinto admitió tener idea de qué estábamos preguntándole y pactó una cifra para llevarnos al “santuario”. Pero dos cuadras después de habernos subido a su coche, comenzó a mostrarse contrariado, arrepentido. “Parece que te pusiste nervioso”, le dije. “¿Eres creyente?”, me preguntó. Le dije que éramos devotos de San Sebastián (habíamos estado en una misa de difuntos en el templo cuzqueño la tarde previa). Entonces comenzó a balbucear una explicación que, puesta en limpio, sonaba a esto: “Yo no voy a engañarlos. Ustedes van a pensar que sí, pero no. Yo no puedo llevarlos a lo del Niño Compadrito. Puedo dejarlos en la calle para que ustedes lo encuentren. Porque se supone que uno debe encontrarlo a él, y no que lo lleven. No funciona de ese modo. Los voy a dejar en la calle para que busquen una puerta azul. Cuando encuentren la puerta, tocan timbre y la puerta se abrirá sola. Si alguien abre la puerta, no es ahí. Vuelvan a probar. La puerta debe abrirse sola. Y ahí encontrarán al Niño Compadrito”.

Atónitos, nos bajamos del taxi en el nacimiento de una cuesta aterradora y cuzqueña, infestada (como no podía ser de otro modo) de puertas azules. Por fortuna, las primeras no tenían timbre (¿o se trataba de una indicación genérica?). Seguimos subiendo, exhaustos, hasta que una puerta indicaba: “El Niño Compadrito, próxima puerta” (y agregaba la dirección). Sonriendo (porque lo que parecía un culto iniciático se había revelado como una impostura turística más), tocamos timbre en la puerta señalada (que no era azul). Se abrió al instante, pero no por magia alguna, sino gracias a un ingenioso dispositivo de poleas y pesos accionado desde el fondo de la propiedad. Pasamos a un jardín poco cuidado al que se abría la puerta de un cuarto. Allí, dos mujeres prendían velas y oraban frente al altar del Niño Compadrito.

Era, en efecto, una momia con peluca, vestida de virgen y encerrada en una vitrina. Adornaban sus cuencas dos ojos de vidrio celeste. La leyenda quiere que El Niño Compadrito, porque es hijo de una princesa inca y un virrey malévolo, es tanto capaz de hacer el bien como el mal (según lo que le pidan). La Iglesia peruana ha condenado el culto como herético y espantoso porque es “un obstáculo para el desarrollo del Perú”. Los investigadores eclesiásticos aseguran, además, que la momia no es de un niño, sino de un mono (tiene apenas cincuenta centímetros de altura y su cabeza, lo único visible, es del tamaño de un puño).

Un letrero indicaba la significación de los colores de las velas ofrendadas. Elegí seis (con ánimo protestante, deseché la consagrada al dinero y preferí la que representaba al trabajo) y las prendí, musitando mis ruegos ante la imagen horrenda. Después deposité unas monedas en la alcancía de limosnas y nos retiramos en silencio. Los custodios de la catedral de Cuzco podrán tacharnos de idólatras, pero al menos aquí no había ningún audiotour que pretendiera ordenar nuestros pensamientos y nuestros anhelos.

Un buen escritor (Mario Bellatin se cuenta entre los mejores de América), entre otras cosas, sabe indicar la experiencia precisa que revelará al visitante el alma secreta de una ciudad.