Hace unos días el periódico español El País publicó una entrevista a Zigmunt Bauman. Como siempre, este lúcido pensador define los fenómenos que nos rodean con claridad, pero también con dolor. Las redes sociales, afirma Bauman, no nos unen, nos separan; constituyen un "activismo de sofá".
Según su lectura, la esfera digital nos permite diseñar una comunidad a medida en la que, arbitrariamente, rechazamos, incluimos, admiramos o defenestramos, exhibiendo siempre nuestras elecciones. Es un espejo en el que nos miramos y no, como muchos creen, una ventana por la que mirar el mundo. Mucha gente, dice Bauman, no usa las redes para unir, sino "para escuchar el sonido de su propia voz".
El mundo ha cambiado tanto que aquella máxima existencialista que en los sesenta sostenía que sólo existimos en la mirada de los demás ha quedado confinada hoy a una morada efímera en el muro de Facebook de los amigos. Ese parece el lugar de visibilidad, para la pura exhibición o el acoso y derribo. Porque la discriminación, el odio, el rechazo al otro son palpables. En aquellos años se pedía ser realista y exigir lo imposible. Hoy lo imposible se ha conseguido: insultarnos, unos a otros, con descontrol total.
Hace poco hemos asistido a la secuencia de verdaderos relatos salvajes en la red contra la novela de Pablo Echarri y Nancy Dupláa. La subida de tono, alejada de la política, el disenso o la mera confrontación ideológica hizo partícipes a miles de internautas en una reyerta más cercana al tablón que una mera discusión.
La raíz del problema lo marcó un actor, Facundo Arana, con una frase contundente: "¿Cuál es la obligación de pensar igual que el otro?".
Hemos llegado a un punto donde negamos al otro. El gobierno anterior hizo proselitismo con la figura del otro: es la patria, afirmaba. Ese relato –enredados en sus propias contradicciones de un progresismo que no fue ni podía ser– les llevó a confundir a la patria con su propio proyecto y convertir en extranjeros a todos los que no lo compartían. El nuevo gobierno de centroderecha, desde su mirada neoliberal, entiende al otro como un competidor en un mercado libre –¿de libre caída?–, en el que la estabilidad del otro se reduce a sus habilidades para producir, circular y realizar transacciones sociales que le permitan ocupar un espacio. En este sentido, se puede ser actriz, periodista, ejercer una profesión liberal o ser plomero. Es decir, cualquiera: otro, uno más. O uno menos si el marketing que se aplica no funciona.
Tanto en el populismo de plaza y avenidas anchas como en el populismo de mercado, el otro siempre se queda afuera. Y si no se corre, lo empujan al destierro social.
El problema es que el otro es el ciudadano: somos todos a quienes tratan de convertirnos en feligreses o simples consumidores. Los feligreses no reflexionan, acatan el dogma. Los consumidores no toman partido, compran y adquieren, sin saberlo, su destino. Los ciudadanos reflexionan, asumen una posición, cambian puntos de vista y se comprometen con un ideario.
Ante las dos falsas opciones, ajenas a la política, la única posible para construir consensos, hemos perdido el debate, la conversación, el diálogo social indispensable para entendernos unos y otros. Y lo que es peor, hemos perdido al otro.
En el reportaje de El País, Bauman da como ejemplo ante este problema, la aceptación de la diferencia, la primera entrevista que concedió Francisco después de ser elegido como papa. Fue a Eugenio Scalfari, el legendario periodista italiano, fundador del periódico La Repubblica, humanista, defensor del aborto y del divorcio, los cuales apoyó en Italia con sus ideas y militante de un ateísmo irrenunciable. Scalfari, este hombre, nada menos, fue el primer interlocutor del Papa.
Pareciera, entonces, que lo único que nos interesa de Francisco es su nacionalidad y, tal como están las cosas, es lo único evidente que tenemos en común.
*Diputada nacional socialista por Sta. Fe.