Hay expresiones que perecen, palabras que ya no significan nada, anacronismos ininteligibles. Formas de nombrar que ya nadie reconoce. Sobre todo en tiempos de renovaciones vertiginosas, donde hace falta nuevos términos para significar lo que vendrá. Los recambios generacionales suelen estar acompañados de una renovación semántica. Nuevas olas de palabras se suceden como espuma verbal, recalando en costas incipientes. Vivimos tiempos categóricos, donde impera el fatalismo de la etiqueta. Cada vez más subdivisiones al ser, como si uno supiera quien es. Salvo en Alicia, los espejos siguen siendo impenetrables. El reflejo no dice nada, en todo caso podría considerárselo una pregunta: ¿qué dicen esos ojos que no dejan de mirarme?
Sin embargo, la profusión de palabras nuevas no deja de ser un intento de nombrar. Es difícil que una palabra calce justo con lo que se quiere decir. Suele ser un acierto del lenguaje. Como si un término estuviese bollando, en busca de la oportunidad de significar algo.
Si como escribía Octavio Paz, las palabras son tiempo, ¿cómo considerarlas pasadas?
La pregunta por el qué significa tal o cual término no deja de ser una pregunta por nuevos aspectos de la comunicación. Es probable que sea simplemente una forma distinta de decir algo de todos los tiempos, pero esa misma necesidad de decirlo de otra manera renueva las generaciones de palabras.
Entonces, ¿las palabras pasan, tienen pasado? Si, como escribía Octavio Paz, las palabras son tiempo, ¿cómo considerarlas pasadas? Quizá el tiempo al que refiere Paz es el de las palabras como tránsito a otras épocas. Una lectura actual del Quijote, por ejemplo, nos permite descubrir expresiones que desconocíamos; enseguida las comprendemos porque el contexto reaviva su significado. Pero así como podemos disfrutar de los anacronismos y transportarnos a otros siglos, también podríamos considerar a las nuevas palaras como naves espaciales de tiempos venideros, formaciones semánticas de nuestro horizonte ontológico.
Siento mayor pérdida cuando cambia el referente. Antes “abrir una ventana” era ventilar una noche, habilitar la mañana, la posibilidad de permanecer varios minutos reparando en el follaje de una acacia, o en las vicisitudes de una nube. Hoy “abrir una ventana” es perderse todo eso, ingresar en los mundos intangibles de Windows.