No es que el reactor se haya enfriado: es que se recalentó Libia. El mundo contempla (imagina) a Japón y usa esa imagen para compararse en vano. ¿Qué haríamos si estallaran Atucha, el Delta y la Capital hasta el límite norte-sur que traza Rivadavia? ¿Mostraríamos esta calma organizada? Comparar no sirve de nada, pero crea ilusión de solidaridad, y es más fácil ejercerla a miles de kilómetros que con quien sufre a nuestro paso. Ante el estoicismo japonés, los argentinos resultamos –siempre pasa– personas viles y mezquinas. Igual un nipón acaba de robarse un banco, aprovechando las grietitas. No saquearán Cotos, pero cada pueblo tiene lo suyo. No los culpo. Para contemplar un pueblo entero (y para premiarlo o sojuzgarlo) hay que otorgarle una voluntad dramática. Pero sospecho que los pueblos (como el destino, como la naturaleza) carecen de voluntad alguna.
El cine ha tratado de escenificar la naturaleza dotándola de los atributos de un personaje. Pues eso hace la razón: racionaliza las hecatombes. Las humaniza. Los diarios ofrecen mapas, infografías, fotos: no hay otro modo de comunicar la catástrofe; su falta de voluntad produce horror vacui.
Recomiendo una animación para niños, un video para explicarles lo que sucede. Fukushima es El niño nuclear que tiene un fuerte dolor de panza y que se está tirando pedos. Existe el peligro inminente de que se cague. Médicos heroicos le dan remedios. Esta versión simple (o cercana a la experiencia infantil) busca revertir la angustia en los pequeños, como si a estos no los angustiara más su propia caca que el destino de su país. Como suele suceder con las cosas prácticas y útiles arrancadas de contexto, atiendo mudo al video, como si de una hipnótica pieza de arte se tratara: http://bit.ly/gjiNRq