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ensayo

El peronismo de Eva

<p>El historiador italiano Loris Zanatta, especialista en América latina, sostiene en Eva Perón, una biografía política (Sudamericana) que el peronismo de Evita, impermeable al pluralismo, fue una religión secular, con sus dogmas y sus devotos, que enredó al mismo corporativismo tradicional de Perón. Maniqueo y totalizante, ese puente &ldquo;religioso&rdquo; hacia la modernidad terminaría siendo el anuncio de futuras tragedias.</p>

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Eva Perón murió el 26 de julio de 1952. Era una noche de invierno, fría y lluviosa. No fue la suya una muerte imprevista, sino el trágico y esperado epílogo de una enfermedad que venía afectándola desde tiempo atrás. Fue sin embargo una muerte dolorosa y espectacular como pocas en la historia, porque Eva tenía apenas 33 años y estaba en la cima de su poder y su gloria; porque en las fábricas y en los barrios populares la adoraban; porque hacía tiempo el gobierno peronista empleaba todos sus recursos en hacer de aquello un acontecimiento histórico.

Lo que al morir Eva se vio a lo largo de días y días, en Buenos Aires y en todos los rincones de la Argentina, ha sido contado miles de veces en detalle. Y no sólo se lo ha contado sino también interpretado, a veces como uno de los momentos más conmovedores, otras como uno de los episodios más kitsch de que se guarde memoria: dos lecturas plausibles al fin y al cabo, que no necesariamente se excluyen. Pero lo que aquí importa recordar, para comenzar la historia política de Eva por su final pero poniendo las bases necesarias para seguir el hilo conductor que la atraviesa, no son las infinitas colas de gente esperando bajo la lluvia para ver sus restos, ni los desmayos o las crisis místicas que su muerte provocó, ni la interminable seguidilla de homenajes y celebraciones de que fue objeto por espacio de días, semanas y meses; ni, por fin, el profundo alivio experimentado por tantos que se sintieron liberados de una presencia que había llegado a pesar como una capa de plomo sobre la vida de todos los días. No; lo que en todo caso me interesa es hacer salir a la superficie algunos de los muchos juicios significativos que su figura indujo entre sus contemporáneos, cuando menos entre aquellos que por motivos políticos o profesionales se sintieron en la obligación de emitir tales juicios. Me interesan también las actitudes asumidas ante su muerte por los distintos elementos componentes de la sociedad argentina y del propio régimen peronista. Me interesa, por fin, el clima que la muerte de Evita generó en el país. De todos esos aspectos podremos luego partir para comprender qué era Eva, y en qué se había convertido.

¿Quién manda a quién? Hernán Benítez, el sacerdote que tan próximo a ella había estado y que, contra lo que sostiene la versión oficial de los hechos, había sido mucho más que su confesor, la recordó en la Revista de la Universidad de Buenos Aires, cuya dirección le había confiado el gobierno. Por supuesto que el artículo exaltaba la obra de Eva con los tonos y la terminología triunfalistas propios del clima de conmoción que se vivía y del mismo régimen imperante, habituado ya hacía tiempo al más exasperado culto de la personalidad. Pero en aquellas líneas había también datos irrefutables, que Benítez podía perfectamente permitirse mencionar. El primero de tales datos era el referido a un aspecto clave de la personalidad de Eva, su “fulmínea intuición” y su “indómita astucia”, dotes ambas que le habían permitido “prescindir de estudios complejos y de largas y librescas meditaciones”: era el retrato de la Eva antiintelectual, de la mujer volcada a hacer, más que a decir o a pensar. El segundo dato medía su influencia, al definirla “líder indiscutida de la causa de los trabajadores”, y recordar su obra en los campos “político, asistencial, nacional e internacional”, para terminar con la más lapidaria de las síntesis: la historia argentina de los últimos diez años había “girado en torno a ella”. ¿Exageración? ¿Excesiva tendencia al sentimentalismo del padre Benítez? Ya veremos que no.
Mientras llega el momento de dilucidar estas cuestiones, convendrá puntualizar que entre quienes vivieron en la Argentina de aquellos años la opinión del sacerdote no aparecía en absoluto rara ni original. La idea de que Eva era “el poder activo” del régimen peronista, quien le daba un sentido misional y lo mantenía vivo en las masas, era sustentada también por el embajador de Israel, Yaacov Tsur. Sin su mujer, dijo el diplomático, Perón habría sido un caudillo como tantos, de quien muchos, ahora que Eva había desaparecido, vaticinaban la caída. Por otra parte, ¿cuántos argentinos se preguntaron entonces, o venían preguntándoselo hacía ya tiempo, si ella era o no más peronista que el propio Perón? No eran charlas de café, sino interrogantes verdaderos, que nadie dejaba de hacerse y detrás de los cuales se ocultaba una lucha política e ideológica no precisamente sutil, dentro del país y del peronismo. Lo concreto es que a esa altura de la vida de Eva ya nadie dejaba de admitir –lo mismo entre quienes la consideraban un instrumento en manos de Perón que entre los que suponían que en realidad era ella quien llevaba las riendas– que Eva había aportado al peronismo ese “algo más”, ese valor agregado sin el cual era inevitable preguntarse qué sucedería ahora con el régimen peronista y con su líder. Como recitó en ocasión de su muerte otro religioso del entorno peronista, Francisco Compañy, sin el “huracán místico” que ella era, sin su “forma violenta de amor” y sin su “eficacia”, el peronismo habría necesitado cincuenta años para hacer lo que había hecho en poco más de un lustro. En resumen, Eva era quien había “conquistado” y había “realizado”; y no sólo eso, porque al hacerlo había “enriquecido” el ideal de Perón, había hecho doctrina.
De modo que comenzaron a salir uno tras otro los despachos de los embajadores a sus respectivos gobiernos, no precisamente celebratorios sino políticos en el sentido literal y más explícito de la palabra. En el fondo, lo que en adelante constituiría su tarea, y su problema, sería comprender qué iba a suceder ahora que Eva ya no estaba, en un país con el que varios de los Estados que ellos representaban tenían relaciones comerciales y políticas de primera importancia. Pero para cumplir esa función tenían que explicar qué había sido Eva y cuál era la naturaleza del vacío que dejaba. Alguien que tenía ideas claras al respecto era José Jacinto Rada, jurista afamado y representante en Buenos Aires del gobierno peruano del general Odría, surgido en 1948 de un golpe militar con el que Perón había simpatizado en principio, aunque después surgieran complicaciones en las relaciones entre los dos países. Los vínculos que había tenido con la pareja presidencial, y los que seguía cultivando con el establishment argentino, eran la base a partir de la cual Rada consideraba que la influencia que Eva había ejercido sobre Perón era un hecho “indiscutible”, y que el poder que ella había acumulado era tanto que con frecuencia había logrado imponer su predominio en las decisiones de gobierno. El “secreto” de Eva no era tal, a sus ojos: simplemente, había introducido en el gobierno y en la administración un gran número de funcionarios que le eran fieles, hasta llegar a controlar buena parte del mecanismo. La situación reinante desde tiempo atrás, proseguía, era de dura lucha interna, en la que el peronismo se hallaba desgarrado entre su núcleo originario y el bando de los seguidores de Eva, organizados en el partido peronista femenino y en la poderosa central obrera, la Confederación General del Trabajo (CGT). Rada estimaba que Perón, tras la muerte de Eva, recuperaría su completa libertad de acción y procuraría descabezar o absorber a los organismos que habían sido fieles a ella. De ese modo lograría mejorar las relaciones con ciertos grupos a los que la influencia de su mujer había hecho apartar de la órbita del régimen peronista; en primer lugar, el ejército. Amigos y adversarios de Perón no se diferenciaban gran cosa en la manera de evaluar el enorme peso de Eva en aquel régimen ni en la forma en que caracterizaban su naturaleza. Por lo demás, casi ninguno de ellos hablaba de oídas; se basaban en lo que habían vivido en primera persona. La Embajada del Brasil era guiada entonces por João Baptista Luzardo, tan íntimo de Perón y Eva que era blanco constante de los ataques de la prensa carioca, por sus vínculos con el gobierno argentino. Luzardo, uniéndose al coro, afirmó que le resultaba imposible decir si quien ocupaba el papel principal en el peronismo era Perón o Eva, pero lo cierto era que ella había sabido remediar su falta de preparación cultural con un grado de “energía, entusiasmo, coraje y fanatismo” muy superiores a los del marido. Cuando ya habían transcurrido diez o doce días desde la muerte de Evita, los diplomáticos brasileños, impresionados, como todos, por la enorme repercusión popular de su deceso, fueron un poco más lejos, de modo de captar un elemento político fundamental para el futuro del peronismo: la impresión de que ella había dado forma al movimiento social peronista de manera irreversible, y de que una vez muerta su peso sobre el peronismo sería todavía más intenso de lo que había sido estando viva. Como si dijéramos que ahora existía un peronismo de Eva que no era el de Perón, que se diferenciaba de él muy bien. Desde luego, Perón intentaría hacer aquí y allá retoques dirigidos a restablecer el equilibrio entre los militares y el sindicalismo, justamente el equilibrio que Eva había roto a favor de la CGT. Pero serían sólo eso, retoques, porque ahora Perón era prisionero de aquello que Eva había creado.

*Historiador italiano.