Shay Bradley, piloto irlandés, murió el 8 de octubre. Preparó una grabación que se reprodujo –para sorpresa de los deudos– en el momento del entierro. Allí se escucha a Shay golpeando la madera del cajón y preguntándose dónde está. También canta y se despide de sus seres queridos con bromas. El video de esta puesta en escena póstuma del piloto de la Fuerza Aérea abre varias grietas y me hace pensar en muchas cosas: en Irlanda, en otro irlandés que nada que ver (Samuel Beckett) y finalmente, en Henri Roorda.
De origen belga pero radicado en Suiza, este pedagogo, pacifista, matemático y pesimista es uno de los secretos mejor guardados de la literatura. En 1925, acosado por las deudas (las reales y las morales), incapaz de explicarse y asimilar los horrores de la guerra, Roorda planea su suicidio y produce una de las piezas más lúcidas, tristes y divertidas que se nos permitirá leer en lo que dure nuestra estadía. ¿Quién podrá negar, luego de ver lo que Roorda tiene para decir al respecto, que no nos sentimos un poco suicidas al menos tres o cuatro veces por semana?
Ariel Dilon encontró el librito que Europa quiso extraviar: Tómelo o déjelo. Lo halló en francés y lo tradujo con un rigor, un amor y una empatía que estremecen. La editorial Paradiso acaba de publicarlo y esta semana Dilon me pidió que le cumpliera un sueño al propio Roorda: me vestí de él, llevé un arma falsa a la presentación del libro, leí el ensayo Mi suicidio y mientras retumbaba la última frase, me pegué un tiro. El autor sostenía que debía leerlo de manera espectacular en el Grand Café de su amigo Fritz y anunciarlo con la siguiente inscripción: “El conferencista se suicidará al final de su conferencia”.
La broma nunca pudo realizarse en vida. Ahora sí.
Por cierto, la última frase reza: “Tendré que tomar precauciones para que la detonación no resuene con demasiada fuerza en el corazón de un ser sensible”.
Pero no hay precaución que pueda detener el eco de sus palabras.