Al momento de analizar el desempeño político, económico y social de la Argentina, siempre tengo presente a un viejo amigo y compañero que me decía que, “si se puede medir, es casi innecesario opinar”. Luego de once años del gobierno de Néstor y Cristina Kirchner, resulta innegable que la gran mayoría de las variables macroeconómicas (crecimiento del PBI, aumento de las exportaciones, disminución de la desocupación) como los índices de inclusión (ampliación de la cobertura social, inversión en educación, acceso a los servicios básicos) marcan un período de desarrollo nacional único en la historia. De hecho, para encontrar un fenómeno similar en materia de industrialización, ampliación de infraestructura y construcción de ciudadanía deberíamos remontarnos al gobierno de Perón entre 1946 y 1955.
Un aspecto que pocas veces se le reconoce a este verdadero tercer gobierno peronista de la historia es haber modificado el curso de la matriz de exclusión y concentración de la riqueza que instauró primero la Revolución Libertadora, profundizó luego a base de la más cruel violencia la última dictadura militar y que intentó sellar el modelo menemista durante la década de los 90. No se trató simplemente de corregir algunos aspectos en materia de política económica y tener un poco más en cuenta a los sectores populares con medidas aisladas. Por el contrario, implicó un esfuerzo descomunal de enfrentamiento con sectores oligopólicos, reformular el vínculo con los organismos financieros internacionales, ir al territorio a combatir la pobreza y el despliegue de una verdadera revolución cultural.
Tal vez uno de los aspectos más interesantes de esta transformación en los modos de interpretar las vías para alcanzar el desarrollo nacional resida, por un lado, en el abandono de la búsqueda de planes económicos infalibles encarnados en personajes salvadores y, por el otro, en la recuperación de la política como elemento transformador de la realidad. Actualmente, la fuerza gobernante cuenta con una estructura partidaria y un movimiento organizado en el cual se discute, formulan y encuentran los caminos para que quienes ejercen el poder tomen nota de las verdaderas necesidades del pueblo. Este diálogo, que muchas veces escapa a la mirada de los medios masivos, es probablemente una de las conquistas más valiosas luego de la debacle neoliberal de diciembre de 2001.
En este sentido, entiendo que es una falacia pensar que la continuidad de este gobierno requiera la búsqueda de un candidato a la presidencia más o menos parecido a Néstor o Cristina Kirchner. Los hombres y las mujeres son irrepetibles, así como los nombres carecen de importancia. La verdadera clave de un nuevo triunfo –no electoral, sino en materia de desarrollo económico con inclusión social– reside en que ya están dadas las condiciones para que la línea de tendencia de gobierno a partir de 2015 la dé el peronismo a base de organización, movilización popular y lucha. Creer que el próximo presidente podrá desentenderse de tamaña estructura militante (tanto para llegar a la Casa Rosada como para la legitimidad de sus actos de gobierno) implica un considerable error en materia de análisis político.
Finalmente, no debemos olvidar que a la hora de votar, la gente no elige su propia destrucción. La ciudadanía –al menos la gran mayoría– ha reconocido que el peronismo es el verdadero constructor de nuestra patria, el que prioriza la inversión pública, el que cuida las fuentes de trabajo y el que despliega políticas de inclusión social. El triunfo justicialista es tan inexorable (y necesario) como la búsqueda de la felicidad de quienes entran al cuarto oscuro. Y esto es lo que realmente genera temor en los sectores opositores (la prensa destituyente, los grupos económicos concentrados, la oligarquía vernácula): que a pesar de sus estrategias, a pesar de la desesperada búsqueda de candidatos afines a sus intereses, no han logrado destruir el vínculo –consciente, y a la vez pasional– entre el pueblo argentino y el peronismo.
*Secretario político del Movimiento de Unidad Popular (MUP).