El Congreso de la Nación debate la Ley de extinción de dominio. Constituye un intento de responder a la demanda de regeneración moral que circula en la sociedad frente a la impunidad. La idea del proyecto es que el crimen no rinda beneficios y que la sociedad recupere rápidamente la riqueza que generan los delitos. No es un secreto que muchos ciudadanos que ocuparon la función pública se enriquecieron mediante la corrupción y zafaron del castigo judicial. Se trata de un problema de nuestra democracia. Es más, unos pocos fueron condenados y esa condena –que generalmente fue en suspenso–, no afectó los bienes que obtuvieron de manera ilegal. Por ello, los legisladores discuten si es posible anticipar el castigo patrimonial con respecto al penal. En otras palabras, como la Justicia es lenta, al menos les sacamos primero los bienes. Al final, se trata de recuperar las cosas mal habidas mientras se desarrolla el juicio. Las visiones sobre esta cuestión son múltiples porque es compleja. Se pueden clasificar en dos grupos.
Por un lado, están quienes privilegian una solución “justa y rápida” que se traduce en desapoderar a los imputados del producto del delito. Por el otro, se ubican aquellos que dudan de la posibilidad de alterar el patrimonio de las personas, sin una sentencia de culpabilidad que brinde esa chance. Intuitivamente es tentador acercarse al primer grupo, porque es “justo” que quien cometió actos de corrupción no se beneficie con su delito. Sin embargo, es complejo justificar este atajo, sustancialmente “justo”, de acuerdo con la Constitución Nacional, que fija reglas muy claras a la hora de afectar los derechos de los ciudadanos.
En efecto, nuestra Constitución nos garantiza a todos los ciudadanos algo magnífico: un estado jurídico de inocencia. Nos dota de una gama de derechos que al menos desde el plano formal nos iguala a todos. Nacemos, vivimos y morimos inocentes para la ley. La única excepción es que una sentencia judicial destruya ese estado de inocencia y que esa decisión no admita ninguna apelación más. Aunque a veces no parezca, la ley nació para protegernos y defendernos de ataques que no podríamos repeler de otro modo. Por ello, para destruir ese estado jurídico, además, hay un procedimiento que también garantiza la Constitución para que la Justicia respete ciertos pasos y no nos aplaste, porque somos sujetos y no objetos. Merecemos un juicio justo. Todos. Así, es un desafío intelectual justificar legalmente la chance de afectar el derecho de propiedad sin que una sentencia firme lo autorice. Es decir, es complejo primero castigar el patrimonio y luego juzgar a la persona ¿Y si era inocente? Pero también es injusto que los corruptos muchas veces zafen y que encima disfruten el producto del delito. ¿Qué hacer?
Hay varias respuestas. La Constitución nos brinda una. Tiene que ver con hacer juicios rápidos y justos. La extinción de domino constituye un atajo frente a juicios eternos o que no terminan nunca. Pero los atajos son peligrosos. Son un recurso rápido en un contexto como el nuestro envuelto en la impunidad. No obstante, si los atajos pasan de excepción a regla nuestros derechos, en los que está anclada la apuesta de democrática, se vuelven endebles y la vida en común sujeta a la voluntad de los ocasionales gobiernos.
¿Cómo hacer juicios rápidos y justos? Reclama recorrer un camino duro que exige decisiones profundas que modifiquen la formación de los abogados, la de quienes integran el sistema judicial y de seguridad, más el compromiso colectivo de crear un aparato judicial autónomo de los intereses sectoriales. Supone asumir el riesgo de vivir de acuerdo con el gobierno de la ley, por encima de la voluntad de los hombres. Y, en consecuencia, iniciar una transformación cultural que reconcilie la ley con la Justicia.
*Fiscal.Autor de Injusticia, Ariel.