Hay teorías que no nacen en laboratorios sino en estados de ánimo. Ideas que no se formulan para explicar el mundo sino para defenderse de él. Uno las reconoce porque no piden ser verificadas: piden ser escuchadas. Se presentan como una mezcla de intuición, experiencia personal y desconfianza general hacia todo lo que suene a consenso. Suelen aparecer cuando una época empieza a hablar demasiado fuerte y alguien, desde el fondo de la sala, levanta la mano para decir que no está tan seguro.
La teoría del australiano William Whitby podría resumirse así, con una sonrisa torcida: el mundo entero se había dejado convencer por una superstición nueva, con bata blanca y tono severo, mientras la verdad –según él– seguía flotando en el aire como una voluta de humo que nadie quería aspirar. Para Whitby, el tabaco no era el villano sino el chivo expiatorio perfecto: algo visible, oloroso, fácil de señalar con el dedo acusador mientras los verdaderos males –la radioactividad, la contaminación industrial, el estrés moderno– pasaban silbando distraídamente detrás disfrazados de progreso.
Leída hoy su obra capital, Fumar es bueno para usted (Grijalbo, 1980), Whitby parece ese señor que se levanta en medio de una cena y dice: “Perdón, pero eso es una estupidez”, justo cuando todos ya están masticando la versión oficial como si fuera un bocado inevitable, pensando en volver a casa temprano y acostarse en el sofá. Su tesis tiene algo de novela conspirativa escrita por un médico rural con demasiado tiempo libre y demasiada confianza en su propia experiencia clínica. Whitby mira a sus pacientes (era médico), a sus amigos, a sí mismo, y concluye: fuman, viven, respiran, algunos incluso llegan a viejos y hasta son felices. Ergo: el tabaco hace bien. Si no hace bien, por lo menos no hace ese mal apocalíptico que nos venden como dogma y que todos aceptaron bajando la cabeza.
Hay algo casi entrañable en la manera en que Whitby desarma estadísticas con la misma ligereza con la que se sacude las cenizas del saco. Los números, dice, son cuentos mal contados; la ciencia es una religión nueva con sacerdotes mediáticos; el miedo, el verdadero virus. Su razonamiento avanza a tientas, a veces con una lógica circular digna de un fumador nocturno: fumo porque me alivia la tos, y si me alivia la tos, entonces no puede causarla. Punto final. En otro contexto uno se reiría sin culpa, pero aquí la risa viene mezclada con una pizca de compasión. Además, uno quiere que tenga razón.
Porque Whitby no es un cínico de manual. Es más bien un convencido. Alguien que va a contracorriente no por deporte sino por necesidad íntima, casi moral. Se siente acorralado por una campaña que percibe como puritana, inquisitorial, exagerada hasta el delirio. Y responde como puede: con anécdotas, con citas sueltas, con desafíos públicos y apuestas, con la fe inquebrantable en que la experiencia personal vale más que cualquier consenso.
Desde afuera resulta fácil burlarse. Hoy sabemos que estaba equivocado en casi todo, que confundió correlación con revelación y terquedad con lucidez. Pero también es fácil ver en él algo reconocible: la figura del disidente que no soporta que le digan cómo vivir, qué inhalar, a quién amar, de qué desconfiar. El tipo que siente que el mundo se volvió demasiado ruidoso, demasiado seguro de sí mismo, y decide plantar una bandera –aunque sea en la cima equivocada– para decir: “Hasta aquí llegaron”.
Whitby se equivoca con pasión, y eso lo vuelve más humano que ridículo. Su teoría es un castillo de humo, sí, pero un castillo de humo construido con la obstinación de quien cree estar defendiendo la libertad última: la de no creerle a nadie. Y en ese gesto torpe, exagerado, casi cómico, hay algo que despierta una sonrisa benévola. Porque todos, alguna vez, fuimos William Whitby: defendiendo una idea perdida de antemano, rumiando argumentos trasnochados en soledad, convencidos de que el mundo entero está exagerando, menos nosotros.