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El yacaré parlante

Quedaría averiguar por qué Aira demoró treinta años en publicar Lugones, y la lectura arroja apenas algunas sospechas.

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| Cedoc

Pasan muchas cosas raras con Lugones, la última novela de César Aira, publicada por Blatt & Ríos. La primera es que está fechada en 1990. La segunda es una falsa anomalía. En la tapa, con el mismo tipo y tamaño de letra, “Lugones” figura arriba de “César Aira”, en contra de la costumbre de colocar el autor antes que el título, como si fuera una novela de Lugones titulada “César Aira”. Me ilusioné con la idea de que estar frente a una novela de anticipación de un colega visionario, muerto en 1938 o, tal vez, ante novela de Aira sobre sí mismo que simula estar escrita por Lugones. Pero la momentánea ensoñación duró poco. En primer lugar porque en las últimas novelas que la editorial publicó de Aira, el título está antes, de modo que no hay aquí una excepción para comentar. Hay otra razón, todavía más de peso. La opinión que tiene Aira de Lugones es malísima. En su Diccionario de autores latinoamericanos (2001) lo destruye sin piedad y con esmero. Al referirse al Imperio jesuítico, uno de sus primeros trabajos, lo describe como “uno de los pocos libros de Lugones medianamente legibles”. Cuando llega a La guerra gaucha (1905), el juicio es feroz: “La insensibilidad literaria de Lugones se manifiesta, definitiva e irremediable, en este libro”. Sobre el último volumen de poesía, Romances del Río Seco, dice Aira: “Como tantas otras cosas en Lugones, fue un fatal error”.

Quedaría averiguar por qué Aira demoró treinta años en publicar su Lugones, y la lectura arroja al respecto apenas algunas sospechas. La novela empieza así: “Una tarde, a fines del verano pasado, llegó a nuestra isla el más grande escritor argentino, Leopoldo Lugones...”. El narrador es un yacaré parlante al que Lugones le enseña a leer y escribir hacia el final del libro, cuyo tema es la recreación en clave de sainete/grand guignol fantástico/policial/relato costumbrista/filosofía existencial/meditación sobre el arte, del último día de vida de Lugones, que transcurrió en un recreo del Tigre y terminó en su suicidio. Hoy se supone entre los entendidos que, como escribe Aira, lo de la grandeza de Lugones era una broma compartida, entre otros, por Macedonio Fernández, Girondo y Borges. Pero aun así, con sus fracasos como escritor y como ser humano, con su altivez sin fundamento, su desprecio por la vulgaridad reinante (los personajes reunidos en ese recreo son un compendio siniestro de grosería), hay algo en el personaje que trasciende su pomposidad, sus ideas políticas, su desubicación frente a todo signo de vitalidad. Así, los diálogos de Lugones con el yacaré (en una novela llena de disfraces y cargada de secretos, su personaje es una perfecta encarnación de Aira) sobre el sentido, o mejor el sinsentido, de la vida del escritor más allá de su pericia y de su éxito, están teñidos de una melancolía que llega a emocionar detrás de la comicidad y el delirio. Aira no puede menos que sospechar que su destino no es demasiado diferente del de su despreciado antecesor.

Y hay otro motivo para que al leer hoy Lugones nos invada la melancolía: ese rejunte dominguero promiscuo y procaz en el Tigre sería imposible en la era del distanciamiento y el barbijo, una etapa de la que la humanidad puede no salir nunca y cuyo costo puede ser el olvido definitivo de las artes de la palabra.