Un día, el presidente nos habló con tono paternalista y nos dijo que nos quedáramos en casa quince días mientras pasaba la epidemia para después volver a la normalidad. Seis meses más tarde seguimos en cuarentena: están prohibidas las reuniones, hay fronteras interiores, no hay clases, ni viajes, ni administración pública, ni gastronomía, ni espectáculos, ni entierros.
En algún momento pasamos del objetivo modesto de aplanar las curvas al imposible de exterminar el virus. También creímos ser un ejemplo para los otros países pero superamos los doce mil muertos, vivimos con barbijo y esperamos por una hipotética y dudosa vacuna como única salida de una catástrofe económica, social y sanitaria.
En estos meses (y no solo en la Argentina), los medios se encargaron de hacernos vivir en pánico, los políticos de sacarle partido y los científicos de utilizarlo para hacer pronósticos apocalípticos y revertir la historia de la epidemiología: proscribieron tratamientos, confinaron a los sanos y prescribieron las mismas medidas de prevención para los vulnerables que para los inmunes. La humanidad abandonó de un solo golpe sus prácticas de convivencia, sus tradiciones médicas y sus estándares informativos.
Algunos disidentes de la verdad oficial intentan enfrentar este retroceso de la razón de distintas maneras. El documental Plandemic: Indoctornation, elocuente y bien realizado, pero censurado en YouTube y otras redes sociales, propone a Bill Gates como el villano principal de una conspiración en la que participan la OMS y su turbio director general, además del gobierno chino y Anthony Faucci, asesor científico de seis administraciones americanas. La película los acusa de planificar pandemias, sobornar científicos y funcionarios para someter al mundo a la voluntad de las empresas farmacéuticas con la ayuda de los gobiernos. Gates dice bien claro: “Vamos a vacunar a todos los habitantes de la Tierra y a prepararnos para próximas pandemias”. El divulgador científico irlandés Ivor Cummings demuele diariamente desde sus videos las hipótesis oficiales. En sintonía con las investigaciones del premio Nobel David Levitt, demuestra el acierto del vilificado modelo sueco. La cuarentena, observa Cummings a partir de los datos, es irrelevante: el virus hace su curva con o sin ella. Algunos modelos sugieren incluso que la distancia social es contraproducente. La inmunóloga de Oxford Sunetra Gupta sostiene que, para la población joven, no contagiarse es aumentar el riesgo de los más viejos y que los países pobres no deberían darse ese lujo. Por último, no había nadie más preparado para la llegada del virus que el filósofo italiano Giorgio Agamben. En su flamante libro La epidemia como política, Agamben confirma que las políticas oficiales son la consecuencia del Estado de excepción que viene denunciando desde hace veinte años y que tiene como una de sus particularidades la entronización de la ciencia como religión de Estado al servicio del fin de la democracia. Agamben describe el colaboracionismo de los medios de un modo magistral: “La humanidad está entrando en una fase de su historia en la que la verdad se reduce a un momento en el movimiento de lo falso. Verdadero es ese discurso falso que debe ser considerado verdadero incluso cuando se demuestra su falsedad.”