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Casualidades?

Encuentro con mi Doppelgänger

La columna es chica y cualquier cosa que diga quedará reducida a un haiku, así que aprovecho para una anécdota nimia.

Rafaelspregelburd150
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La columna es chica y cualquier cosa que diga quedará reducida a un haiku, así que aprovecho para una anécdota nimia.

Resulta que en una mesa enorme alguien desliza que pasó su infancia en Villa Luro. El tema me interesa más que la película que estamos discutiendo, porque yo nací allí. Esta chica se llama Inés, y como nos llevamos algunos años, no intento siquiera sacar cuentas para ver si fue a la borrosa Escuela 7, escenografía habitual de mis sueños de adulto. Menciono mi casa de la calle Manzoni, e Inés me dice que ella también vivió en la calle Manzoni. Le hablo de un largo pasillo, le digo el número de mi casa. Ella recuerda el pasillo, pero no el número exacto. Así que ambos nos entregamos a la desesperante tarea de traer de la muerte los recuerdos sepultados: las paltas que caían del árbol vecino en la terraza; la pared que mi mamá –en un rapto de locura– pintó de azul eléctrico; la puerta del patio cuya llave perdí jugando a los detectives y que desde entonces ha sido ­en cada pesadilla­ la Puerta Sin Llave Por La Que Entran Todos Los Ladrones; la fórmica pobre y marrón de los muebles de la cocina. No queda duda. Inés vivió en mi casa justo después de que yo me fui. Inés durmió en mi pieza. Inés jugó a sus cosas en mi galpón. Inés cerró cada noche de su infancia la misma pesada persiana de madera de mi ventana de niño. Justo cuando la infancia acababa para mí, otra persona la ocupó y me usó los sitios donde ya no podré estar nunca. Después del maremoto, Inés y yo guardamos sagrado silencio. Le cuento algo que nunca jamás había revelado: en esa casa, a una edad indeterminada, un día de fiebre, tuve una visión. El patio de casa se llena de aterradoras ovejas que bajan de la terraza, un hombre –un pastor enojado, onda estampita evangelista– me mira a los ojos; yo estoy detrás de la puerta de la cocina, paralizado, incapaz de llamar a mi abuela, que cocina indiferente a medio metro de mi mano extendida.

El hechizo acaba. Inés recuerda la casa, pero no a mis ovejas. Creo entender, en la humedad de sus ojos, que recuerda otras cosas que tampoco me dice.

Nos despedimos un poco asustados el uno del otro.