COLUMNISTAS

Enmarañados en su propio tedio

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Una buena forma de encontrarle el sentido a la incalificable actuación argentina ante Jamaica sería pretender desmenuzar el partido y rescatar las conclusiones que puede haber sacado el Tata Martino camino al tramo decisivo del torneo. Hablar del vínculo entre Messi y Pastore, del muy buen primer tiempo de Higuaín, del empeño por afianzar la posesión por parte de un grupo de jugadores acostumbrados a resolver la mayoría de sus intentos a la velocidad del rayo, de la permanente proyección de los laterales, de la sensación de inamovilidad del tándem Mascherano-Biglia, de la paciencia para desequilibrar a un adversario que hizo sombra alrededor de su arquero durante el noventa por ciento del partido.

Todos asuntos que, para empezar, no sé cómo habrán rebotado en la cabeza del entrenador. Y que, para terminar, no son necesariamente comprensibles por gente que, apenas, trabaja de periodista. Que cualquiera de nosotros se disfrace de intérprete de alguien que interpreta el juego como Martino –ahora, como técnico; tanto más como jugador– es un ejercicio de presunción digno de un humo que no creo valga tanto la pena vender.

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De tal modo, entiendo que las conclusiones deben ser un poco más básicas. En todo caso, prefiero quedarme más con mis sensaciones que con lo que pretendo suponer que rescató el entrenador de una tarde noche olvidable en Viña del Mar.

Decididamente, no fue un mal partido del seleccionado. Más bien siento que fue un partido incomprensible. Con dominio pleno, con una decena de ocasiones netas de gol y con un control de la pelota y del territorio difícil de repetir en partidos oficiales. Es probable que ni con los sparrings del sub 17 en La Serena, a Messi y a sus amigos les cueste menos jugar a voluntad que durante gran parte del partido de ayer.

Aun así, no quiero responsabilizar por el magro 1 a 0 sólo a la falta de puntería o a la abundancia de piernas jamaiquinas en los quince metros finales de la cancha. Tampoco quiero quedarme con la mufa de quince minutos finales tan decepcionantes como los padecidos ante paraguayos y uruguayos. Entiendo que el seleccionado se enmarañó en su propio tedio, en un ritmo de minué no siempre coordinado, sólo alterado cuando la cercanía del arco rival se convertía en algo inevitable. Probablemente se haya tratado de un partido irrepetible. No sólo por la falta de definición sino también por las ventajas que dio el rival. Sin embargo, pasó de largo la chance de dejar en claro que nuestro equipo está para inventarse una buena actuación aun cuando las circunstancias obligan a mucho menos. Soy un profundo creyente de las buenas sensaciones en el deporte. Y la Argentina no se llevó ayer una buena sensación.

Ningún drama, por cierto. La columna vertebral de este plantel sabe cómo dar vuelta la hoja y prepararse para la próxima parada partiendo de cero. Vaya si lo hizo durante el último Mundial. Pero, otra vez, ése es asunto de la interna del Tata y sus jugadores. Puestos a meros espectadores, ignorantes de las profundidades del juego, la sensación de anoche fue la de haber desperdiciado la ocasión de meter miedo. Lo hizo Chile, que está sufriendo una interna feroz entre una porción de la opinión pública, un plantel que levantó definitivamente la guardia a partir del affaire Vidal y buena parte de la prensa que levanta el dedo acusador como por estos pagos sudamericanos no nos hubiésemos fumado aberraciones profundas sin publicar ni un epígrafe titulado. Con todos sus errores, el de Sampaoli no entiende otra forma de encarar el torneo que gritando al planeta que, cuando tienen la pelota, es el equipo grande que hasta aquí no ha sido.

De ninguna manera estoy planteando que el equipo local sea superior al nuestro. La Argentina es sustancialmente más que Chile y ojalá podamos dejarlo en claro en una eventual final. Pero cuando no vas construyendo esa superioridad en las fases previas, corrés el riesgo de no estar lo suficientemente aceitado para evitar sacudones imprevistos en estos tramos en los que cualquiera que no tenga a Messi se cree con derecho a colgarse del travesaño a la espera de que un puñado de penales le permita seguir en carrera. Ya lo vimos con Paraguay y estuvimos cerca de padecerlo con los uruguayos. En todo caso, en una Copa América demasiado inestable, la Argentina dio ayer una extraña muestra de falta de autoridad para liquidar en tiempo y forma un pleito muy favorable.

Ya estaba lleno el casillero del sinsentido disciplinario con la virtual expulsión de Neymar del torneo mismo. Me cuesta asociar a quienes lo castigaron, según dice, con el reglamento en la mano a cuatro fechas de suspensión con aquellos a los que una hora y media de “rehenazgo” de dos planteles en la Bombonera no les movió siquiera un pelo. Me cuesta asociarlos pero lamento decirles que con los mismos.

También estaba lleno del sinsentido conceptual del torneo. Llamamos Copa América a un torneo que nació hace casi cien años y que, desde siempre, es el Campeonato Sudamericano.

Desde 1993, algunos de los mismos dirigentes expuestos brutalmente en la más elocuente evidencia de corrupción de la historia del fútbol de la región, explicaron que el desembarco de México y de Estados Unidos servía para completar el lote de doce equipos que permitieran un torneo con formato de tres zonas de cuatro equipos. Luego se alternaron desde Costa Rica y Honduras hasta Japón y, ahora, Jamaica.

La real razón de este mamarracho es el de la venta de los derechos de televisión y poder conseguir mejores auspiciantes cuyo aporte se justifique a partir de una expansión territorial de la competencia que jamás respondió a razones competitivas. Como la Copa Libertadores, sin ir más lejos.
Por ahí te dicen que el torneo no habla de Sudamérica sino de América toda.

Olvídense. Si algo justifica la pésima performance en Chile de mexicanos –con un equipo alternativo– y jamaiquinos es el hecho de que, en pocas semanas, ellos comenzarán a jugar la Copa de Oro. Es decir, su real Copa América.

Tal vez sea la frustración de un sábado yermo que imaginé de goleada. Pero la Argentina se encargó innecesariamente de llenar el casillero del sinsentido del juego.

Probablemente, sirva de sacudón para que esta generación de cracks se dé el gran gusto de romper la sequía de 22 años sin títulos sudamericanos.