En esa suerte de ensaladera que aparenta ser la memoria, donde encontrás lo que no buscabas y se te pierde el objeto más inmediato de tu deseo, el domingo apareció, ingrávido y fresco, el recuerdo de una frase de Héctor Libertella: “A mí el que me gustó como jugaba era Ermindo Onega. Todo lujo, ninguna eficacia”. En su momento tomé esa frase menos como un dictamen acerca de un jugador que como lo que siempre resultaba cualquier cosa que Héctor dijera: una sentencia estética, una toma de posición. Y hasta, si queremos, como una lectura confrontativa de la lógica del funcionamiento social.
Por eso no fue extraño que esa frase volviera a mi mente después de ver la final del Mundial, donde se enfrentaron, si queremos, dos estéticas o dos épicas según la oposición libertelliana. La Argentina, que jugó en alas del arte, con el lirismo de los que lo arriesgan todo y no tienen nada que perder, y Francia, que intentó asentar su poderío en el ejercicio de una eficacia administrativa que en el último minuto estuvo a punto de desbaratar nuestra belleza. Argentina fue ineficaz, porque pudo ganarlo todo y estuvo a un minuto de perder, pero llenó los ojos del espectador de dicha. Y Francia, cuando se vio perdida, arrojó por la borda su criterio displicente y regulativo y se lanzó al arte de perderlo todo para dar cuenta de un acto de fe que no estaba anotado de antemano, y casi gana.
Hoy googleé el nombre Ermindo Onega y vi que fue un goleador formidable. Alta eficacia, constato, y al parecer todos los lujos. Eso no invalida la sentencia de Héctor, sólo la complejiza. Las cosas no son como parecen.