Desde que tengo memoria vengo preguntándome por los motivos, no las razones, de la fascinación colectiva que produce el mundial de fútbol. Lo que primero salta a la vista es la ligereza que proporciona a nuestro ánimo: durante algunas semanas nos disfrazamos de nacionalistas acérrimos, saltamos y gritamos como pavotes porque un implemento esférico penetra o no dentro de un marco de metal provisto de redes, proyectamos atributos sobrenaturales o mágicos sobre otros sujetos, atribuimos a sus actos deportivos el carácter de lujo, resistencia o sacrificio heroico, y creemos que el resultado de esos actos, ya sea colectivo (“el funcionamiento”) o individual (“la gambeta”) definen un rasgo inespecífico de lo inespecífico de lo inespecífico que sería nuestra “identidad”.
Durante algunas semanas nos disfrazamos de nacionalistas acérrimos, saltamos y gritamos
Con esas vaguedades se hace también creencia. Para los que creen que estoy escribiendo zonceras, voy a citar a una autoridad. Una vez, Roberto Perfumo, “el Mariscal”, me dijo que eso que llamábamos “la nuestra”, jugar eludiendo al adversario, no era, como se creía, una forma particular del sentimiento futbolístico argentino, una invención local. El fútbol, se supone, lo inventaron los ingleses, pero los gauchitos y paisanos que otrora andaban vagueando por la zona del puerto se paraban a observar a unos marineros escoceses, que solían bajar borrachos de los barcos y antes de irse a los piringundines se entretenían durante un rato pateando la pelota. Del pedo que tenían, casi no podían tenerse en pie, y se tambaleaban a cada paso. Pifiaban y avanzaban, siempre a punto de caer, yendo de acá para allá. Esa inclinación constante se convirtió, en nuestras llanuras, en copia, adaptación y estilo. A esa transfiguración de lo visible podríamos llamarla cultura.
Volviendo al fútbol. Lo fascinante, entonces, no es el sistema de pruebas que desde el origen de los mitos debe atravesar un héroe individual o colectivo (llámese Messi o El Equipo) hasta asumir el trono y coronarse rey del mundo, sino el rito de pasaje. Deslizarse por un túnel de “llaves” cada vez más ríspido y estrecho. El Mundial apasiona porque es un dispositivo que promete un placer insípido (nada más aburrido que ver, en el final, a triunfadores besando esa copita de oro plastificado) y lo que entrega a cambio es un aceitado mecanismo de angustias.