El 13 de enero, el periódico Global Times, vinculado al Partido Comunista Chino, señaló que si Donald Trump proseguía con sus provocaciones, ambas partes “deberían pensar en prepararse para un enfrentamiento militar”.
El tabloide, que depende del Diario del Pueblo –órgano oficial del Partido Comunista–, expresó el pensamiento de las instancias superiores de la conducción china. Fue en respuesta a las declaraciones del designado secretario de Estado de Trump, Rex Tillerson, en su audiencia de confirmación en el Senado.
El ex CEO de ExxonMobil dio a entender que Washington no permitirá el acceso de la potencia asiática a las islas artificiales que ha construido en el Mar de China Meridional. Allí perviven conflictos de soberanía con Brunei, Filipinas, Indonesia, Malasia, Taiwán y Vietnam.
Tillerson reavivó el fuego de un conflicto que venía escalando: semanas atrás, la República Popular había desplegado misiles tierra-aire en la zona, en respuesta a una comunicación entre Trump y la presidenta de Taiwán, Tsai Ing-wen, primer diálogo de este nivel desde 1979. Tras la conversación, se dispararon los trascendidos sobre un eventual abandono estadounidense de la política de “una sola China”.
Tillerson fue más lejos: equiparó las acciones de China con la anexión rusa de Crimea. El Global Times fue lapidario: “Tillerson haría bien en ponerse al día en estrategias nucleares si quiere que una potencia nuclear se retire de sus propios territorios”.
La pregunta perturbadora es si puede existir un choque bélico entre Estados Unidos y China. Se trata de lo que en la jerga de las relaciones internacionales se conoce como una “guerra hegemónica”. El profesor Graham Allison señaló provocativamente: “Basados en la trayectoria histórica, la guerra entre Estados Unidos y China en las próximas décadas no sólo es posible, sino que es mucho más probable de lo que solemos reconocer”.
La afirmación no es producto de una imaginación frondosa, sino una proyección probabilística de los resultados de una investigación que conduce en el Belfer Center de la Universidad de Harvard. Allí estudia las posibilidades de confrontación entre las potencias hegemónicas en declive y aquellas en ascenso.
La investigación aborda 16 estudios de caso de los últimos 500 años y concluye que las relaciones entre las potencias dominantes y sus rivales en ascenso acabaron en guerra directa en el 75% de los casos. En lo que hace a la relación con Estados Unidos, China ha acortado significativamente la distancia que los separa en la estructura de poder mundial.
Algunos datos dan una pauta del asunto. En 1980, China representaba el 10% del PBI estadounidense y sus exportaciones eran el 6% de las norteamericanas. Hoy Beijing supera a Washington en ambos indicadores. Para principios de aquella década, sus reservas eran la sexta parte de las estadounidenses; actualmente son 28 veces más.
Es cierto que en el plano estratégico-militar Estados Unidos aún supera con creces a su rival. No obstante, el régimen chino cuenta con un “atributo” del que carecen los estrategas militares en las democracias occidentales: no debe rendir cuentas a su ciudadanía en procesos electorales. Transferir recursos económicos al plano militar resulta más sencillo en un sistema de partido único que en una democracia liberal.
Dicho esto, algunos elementos deben ser tomados “con pinzas”. La interdependencia económica es un inhibidor de los conflictos, aunque –como quedó reflejado en la Primera Guerra Mundial– no es una regla universal. Washington y Beijing son principales socios comerciales y el gigante asiático es el mayor acreedor externo de los Estados Unidos.
Los próximos años nos permitirán responder acerca de lo adecuado o inadecuado de las advertencias del Global Times y de las estadísticas del profesor Allison. El “ascenso pacífico”, eje de la diplomacia china desde los cambios impulsados por Deng Xiaoping, ha sido puesto en entredicho. Mucho dependerá de los límites que la diplomacia mundial pueda imponerle a Donald Trump.
(*) Profesor de Relaciones Internacionales. Investigador (UBA-UNQ).