La trilogía de Peter Sloterdijk llamada Esferas dedica las 580 páginas del primer volumen a desplegar el sentido de una palabra de moda: Burbujas.
La argumentación de Sloterdijk se sostiene en la convicción de que vivir, formar esferas y pensar son expresiones diferentes de lo mismo. Y todo se resuelve en relación con un límite cada vez más precario porque toda burbuja, en última instancia, está destinada a estallar (es decir: a perder su límite con el exterior).
La burbuja es transitoria porque es bipolar (padres-niñes; alumnes-docentes), o intrauterina, en definitiva: pequeño-mundana (como quien dijera: pequeño-burguesa). Y el mundo está ahí, con su vastedad y su apertura, que nos convocan a salir.
La microesfera que constituye la burbuja se resquebraja hasta convertirse en espuma y todo lo que estaba adentro (el soplo, por ejemplo, de quien hace pompas de jabón que entrega al viento, o el soplo de Dios) pasa al borde o afuera.
¿Nos piden que vivamos en burbujas? Hagamos el esfuerzo. Encontraremos que participamos, lo queramos o no, de varias burbujas (no me refiero solamente a los ámbitos profesionales, sino directamente a los vitales) y que la misma burbuja no acepta al mismo tiempo, a lo mejor, el “espacio interior de la madre absoluta” y el “espacio del compañero inseparable”.
No conviene banalizar tanto como para decir que cada burbuja de las que participamos tiene su correspondiente grupo de Telegram, pero algo de eso hay. ¿Cuál me garantizará, sino la inmunidad, la supervivencia?