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Estado de excepción

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Estará todo bien: el lema del optimismo popular en Italia, país con la mayor cantidad de muertos sobre el total de su población, contrasta con las críticas de sus filósofos. | reproducción

“La invención de una epidemia” fue el título del texto escrito por el filósofo italiano Giorgio Agamben, célebre en el mundo académico por sus libros sobre biopolítica y estado de excepción  (Homo sacer I. El poder soberano y la nuda vida). Otro filósofo italiano, Franco Berardi, conocido como Bifo, escribió: “El virus radica en la parálisis relacional que propaga”. Las evidencias que se suman semana tras semana indican que trata de algo más mortal que la gripe normal que se cobra en el mundo la vida de 650 mil personas todos los años, o la gripe aviar que causó 575 mil muertes adicionales en 2009. Pero pretender discutir con estadística sobre si las medidas que se toman para combatir el coronavirus son desproporcionadas o no es no comprender el carácter emocional del pensamiento humano. La imaginación es viral, se trata de un virus comunicacional y eso no quita que sea más real que lo real, como bien explicó la hiperrealidad Jean Baudrillard. “Encerrados en el interior de una gran ficción con el objetivo de salvar la vida”, escribió el filósofo (y también químico) español Santiago López Petit.

El mundo tácitamente discute el precio de la longevidad en la economía como aportes a la salud pública.

Freud, al comienzo de sus investigaciones, creía que se podía curar con la palabra, que apelando a la razón se podía hacer que el neurótico erradicara sus síntomas y aquello que los había producido, pero ya bien avanzado en exploraciones científicas testimonió que había algo inescrutable en lo humano.

Cuando se pasa del individuo a la suma de todos ellos, de la persona a la sociedad, los fenómenos sobre qué es real se hacen aún más complejos. El efecto contagio que tienen las opiniones está bien descripto en el trabajo titulado La espiral del silencio, de  la politóloga alemana Elisabeth Noelle-Neumann.

No hay diferencia entre crisis real y la crisis percibida. Si es percibida es real, y con eso tienen que lidiar los gobernantes. Le pasó a Boris Johnson (hoy, paradójicamente contagiado de coronavirus junto a su ministro de Salud). Le pasó a Trump, y muy probablemente termine pasándoles a López Obrador y a Bolsonaro. De lo que no hay forma en el siglo XXI es de aislar a un país de la comunicación. Si los habitantes de un país ven que en otras partes del mundo se tomaron medidas contra la pandemia y les parecieron justificadas, reclamarán lo mismo para su país por más esfuerzo que hagan sus jefes de estado tratando de convencerlos de lo opuesto.

Tienen lógica quienes sostienen que la crisis económica que producirá el coronavirus será aún mayor que la crisis de salud pública. Es muy probable que el mundo entero se encamine a rompimiento de contratos, como el que hubo en la argentina a la salida de la convertibilidad en 2002, pero a escala planetaria. Que casi nada de lo pactado se pueda mantener tal cual fue pensado, y la especialidad más demandada por la Justicia en los próximos años sea el derecho de crisis. Pero la democracia es el gobierno del pueblo y los gobiernos deben responder a las demanda de su soberano: la gente, empoderada (afortunadamente) por una capacidad de comunicación que impide cualquier censura.

Es muy probable que un mes de cuarentena reduzca el producto bruto hasta el 50% y los dos posteriores, hasta que la producción recupere el ritmo, otro 25% cada uno. Y si todo volviera a la normalidad, al tercer mes la caída acumulada sería equivalente a un 10% en el año. Aun en el hiperconectado Estados Unidos, donde las acciones del software de conferencias remotas Zoom duplicaron su valor desde enero, solo un 29% de los trabajos se pueden realizar hoy desde las casas.

Pero ese es el precio que la mayoría de la sociedad, consciente o inconscientemente,  decidió pagar para prolongarles la vida a millones de personas. No resulta ilógico que la vida tenga cada vez más valor para generaciones más  preocupadas por la vida en el planeta y de todas sus especies.

Agamben temía que el estado de excepción se convirtiera en la regla. Que el miedo de los ciudadanos pudiera ser aprovechado por los gobiernos para reducir libertades. Desde otra perspectiva pero igualmente pesimista, el filósofo coreano Byung-Chul Han escribió que “el virus nos aísla e individualiza, no genera ningún sentimiento colectivo fuerte”.

El miedo es una peste cerebral tan dañina como el voluntarismo del optimismo ciego.

En el siglo XVII, también desde el pesimismo, Hobbes construye en Leviatán la teoría de la emergencia del Estado como resultado del miedo de los humanos a los otros humanos. En el siglo XXI, el miedo de los humanos a un virus está haciendo emerger una nueva estatalidad.

Que sea mejor y no peor (un estado de excepción permanente) no está dado. El optimismo y el pesimismo encuentran en la razón tantos argumentos a favor como en contra. Al igual que en los grandes temas, no se puede calcular quién tiene razón.