Estamos viviendo épocas criticas con grandes problemas y en algunos casos pocas soluciones a la vista, como la pandemia. Antes ya nos afectaban graves problemas socio-político-económicos en todo el mundo. Estos problemas, como el crecimiento de la pobreza y la desigualdad en amplias regiones del mundo, especialmente los países subdesarrollados o pobres, ahora llamados “de bajos ingresos”. Países en los cuales la subsistencia se volvió casi imposible para amplios sectores de la población, a veces agravados por conflictos armados, que determinaron la migración masiva hacia países donde la prosperidad daba una luz de esperanza. Esto se vio en Europa, pero ocurrió también en América Latina, donde el faro de atracción era y sigue siendo Estados Unidos. En los últimos años, en la región, la rebelión de la población ante situaciones de opresión generó movilizaciones que aún persisten, como la de Colombia.
La pandemia aportó su cuota. En estas crisis surgen falsas opciones en la búsqueda de soluciones, no siempre directamente asociadas, como salud pública o privada. Es cierto que la epidemia puso en tensión el sistema de salud y claramente la salud pública tan olvidada y subvalorada en todo el mundo, pero más en los pobres, donde la mayor parte de la población debe atenderse. Señalo “debe atenderse” porque no puede hacerlo en los privados por el costo ni en los de la seguridad social –en nuestro país las obras sociales– porque no tiene trabajo formal que se lo permita. Allí se origina la falsa opción: no es unos u otros, es cómo se articulan y compensan unos y otros.
En el caso argentino, tenemos un modelo cada vez más segmentado donde los sin cobertura, o sea sin trabajo formal y con bajos ingresos, no pueden pagar un servicio privado ni usar los de obras sociales y deben ir al hospital público, empobrecido e insuficiente. Pero también se segmentan los de obras sociales “pobres”, que cubren muy poco, y los de otras ricas porque se financian con aportes de trabajadores con ingresos altos. El sistema debería estructurarse para eliminar estas barreras en el uso de los servicios sin estatizarlos, pero sí abriendo a compensaciones que eliminen la pobre atención para muchos frente a la abundante para pocos. El único intento de cambio que existió y subsiste en una ley dormida es el Seguro Nacional de Salud, que se paralizó. ¿Seremos capaces de retomar ese camino?
Otro ejemplo de estas falsas opciones es el que plantea sexo vs. género. Durante decenios luchamos por entender que era necesaria una concepción más amplia que permitiera superar el binarismo simplificador del sexo, y surgieron los estudios muy fundamentados de la concepción de género. Sin embargo, quienes se oponen a la ampliación de derechos nunca dejaron de oponerse al género y reaparecieron. Lo vimos muy claramente en la discusión de algunas leyes y muy visible en la discusión de la ley de interrupción voluntaria del embarazo (IVE). Pero que continúa y se visualiza en otros aspectos más sutiles. Por ejemplo, en la oposición a la lucha de las personas de la diversidad por el acceso igualitario.
El domingo, en 50/50, Fernández Escudero informa de la ley de cupo laboral travesti trans aprobada, que implica que el Estado nacional debe garantizar el 1% de su planta a personas de este colectivo. Esta ley es de discriminación positiva y busca equilibrar las posibilidades, como lo fue la de hace años para personas con discapacidades. Oponernos a estos y otros programas o menciones en programas que permitan ampliar los derechos a una mayor cantidad de personas es algo que atenta contra la igualdad. No se puede apoyar la Igualdad y oponerse a reconocer o incluir a algunos grupos de población porque tienen una orientación o identidad de género no binaria. Esto es algo que debemos tener muy en cuenta si queremos la igualdad: igualdad implica sociedades más justas y sustentables, sin excluir a nadie.