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No eran truenos, estaban bombardeando Buenos Aires

El exjefe del Ejército Martín Balza era cadete del Colegio Militar cuando lo sorprendió en la terminal de Retiro el ataque aéreo contra la Plaza de Mayo y la Casa Rosada.

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El 16 de junio de 1955 era un día gris plomizo, pero no llovía, pasado el mediodía estaba en Retiro para abordar un tren a El Palomar; entonces era un cadete del último año del Colegio Militar de la Nación y regresaba después de realizar un trámite personal. Se escucharon algunas explosiones y alguien dijo: ¡qué truenos! Cuando llegué a mi destino me enteré que no eran truenos sino que estaban bombardeando sectores del centro de la ciudad de Buenos Aires.

Al día siguiente aprecié personalmente los efectos de un incomprensible y cruel ataque aéreo particularmente sobre la Plaza de Mayo y los edificios adyacentes. El espectáculo era desolador y de una barbarie inusitada. Recién años después pude ir obteniendo un real conocimiento a través de distintas fuentes militares y civiles, de lo que Daniel Cichero definió como: “…los primeros episodios de la violencia política a partir del uso intensivo de medios militares sobre objetivos civiles” (Bombas sobre Buenos Aires, pág. 196).

Y para mi amigo, el doctor Robert Potash: “Constituyen un cruento capítulo de la historia argentina, ya que armas de guerra, adquiridas con el ostensible propósito de defender a la Nación contra un ataque extranjero, fueron empleadas contra los propiosargentinos (…) Únicamente al precio de infligir y recibir víctimas podía derribarse al gobierno”. (El Ejército y la política en la Argentina -1945/1952. Pág. 259 y 260). Comprendí que ese día se militarizó la lucha política, y con altibajos se instalaron dos conceptos lamentables: grieta y odio.

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En el bombardeo intervinieron, en tres “oleadas”, más de cuarenta aviones que en su fuselaje tenían la inscripción: Cristo Vence. Pertenecían a la Aviación Naval y a la Fuerza Aérea, y lanzaron bombas y ametrallaron seleccionados objetivos civiles (Casa Rosada, Ministerio de Hacienda, residencia presidencial de la calle Agüero, entre otros). No obviaron atacar indiscriminadamente a miles de indefensos civiles que estaban en la Plaza de Mayo sin protección alguna; la utilización de bombas de fragmentación potenció el efecto letal de las mismas.

El número de muertos civiles fue superior a trescientos, cifra casi igual a la mitad de nuestros muertos en la Guerra de Malvinas, y se aprecian más de seiscientos heridos. El Ejército tuvo diecisiete muertos, entre ellos nueve soldados del Regimiento de Granaderos a Caballo (escolta presidencial). Muy pocos entonces condenaron de forma abierta el ataque. Durante el gobierno de facto del general Pedro E. Aramburu (1956) algunos atribuyeron la responsabilidad de la masacre a las propias víctimas y a la Confederación General del Trabajo que las convocó. Se trató de un fracasado intento de golpe de Estado, y no faltaron sectores políticos, empresariales, sindicales, religiosos y grupos de “comandos civiles”; así lo demostró uno de ellos que logró brevemente transmitir una proclama radial: “Argentinos, escuchad este anuncio del cielo volcado por fin sobre la tierra argentina. Nuestra patria es libre. Dios sea loado. El tirano ha muerto (…) Las fuerzas de liberación económica, democrática y republicana han terminado con él. La aviación de la Patria al servicio de la libertad ha destruido su refugio (…) Los gloriosos cadetes de la Escuela Naval y los valientes soldados de la Escuela de Mecánica de la Armada avanzan desde sus respectivas guarniciones, ciudadanos, obreros y estudiantes: la era de la libertad y de los derechos humanos ha llegado”. Lamentables conceptos escritos con la sangre y el dolor de compatriotas muertos y heridos por las propias armas de la Nación, que algunos calificaron de efectos colaterales.

Los protagonistas principales fueron los almirantes Aníbal Olivieri (ministro de Marina), Samuel Toranzo Calderón y Benjamín Gargiulo (quien ante el fracaso del golpe se suicidó); secundados por mandos medios que ocuparon las máximas jerarquías en la dictadura de 1976, entre otros: Emilio Massera, Horacio Mayorga, Carlos Carpintero y Máximo Rivero Kelly. Por el Ejército el único comprometido fue el general León J. Bengoa (futuro golpista), quien a último momento ante el cariz de los acontecimientos adujo que con su tropa permanecía leal “a los mandos del Ejército” cuyo jefe era el general Franklin Lucero; y en la sede del mismo (Edificio Libertador) a pocas cuadras de la Casa Rosada permaneció Perón desde antes de que se iniciara el bombardeo.

La reacción política y militar fue rápida y efectiva. De haber triunfado el criminal golpe estaba previsto que asumiría el gobierno un triunvirato constituido por Miguel Ángel Zabala Ortiz (radical), Oscar Vicchi (conservador) y Américo Ghioldi (socialista); no faltaron varios conocidos y autodenominados “nacionalistas”. Los nombrados y otros complotados huyeron a Uruguay.

Tres meses después –producido el tercer golpe de Estado cívico-militar del siglo XX– regresaron como héroes de la Patria, recuperaron sus jerarquías y algunos de ellos ocuparon importantes cargos políticos y militares, aún en gobiernos constitucionales. Finalmente, recuerdo otro concepto de Potash: “Al decidir el bombardeo aéreo de la Casa de Gobierno el mando revolucionario adoptó con deliberación una táctica que podía tener cruentas consecuencias. Tal era la cólera de los enemigos de Perón, tal su ansiedad por ver su caída, que estaban dispuestos a herir y matar inocentes para lograr ese propósito” (OC. Pág. 260).

Hoy, a setenta años del vandálico e irrepetible hecho, con tristeza no puedo obviar manifestar que cuando se mata sin heroísmo nada se glorifica, se desciende a ser solo asesinos. No se defiende al pueblo ni a las instituciones republicanas matando inocentes. Quiera Dios que las palabras grieta y odio a las que me referí anteriormente sean desterradas definitivamente entre los argentinos, privilegiando el respetuoso diálogo.

Hace tres lustros el papa Francisco –entonces cardenal– escribió: “Son muchas las barreras que en lo cotidiano impiden el diálogo: la desinformación, el chisme, el prejuicio, la difamación y la calumnia. Todas esas realidades conforman cierto amarillismo cultural que ahoga toda apertura hacia los demás. Y así se traban el diálogo y el encuentro”.

* Exjefe del Ejército Argentino. Veterano de la Guerra de Malvinas. Exembajador en Colombia y Costa Rica.