El 11 de diciembre de 1474 moría en Madrid el rey Enrique IV, llamado El Impotente por no haber podido consumar su matrimonio con Blanca de Navarra, de quien se separó en 1443. A su fallecimiento estallaba la guerra por la sucesión. De un lado de aquella grieta sangrienta estaban quienes impulsaban al trono a doña Juana la Beltraneja, hija del rey (concebida con Juana de Portugal, su segunda esposa), y del otro quienes proponían a Isabel de Castilla, hermana de Enrique. Ésta sería, finalmente la sucesora, y se casaría con Fernando de Aragón. Bajo el reinado de los reyes católicos ocurrieron hechos que inspiraron a Félix Lope de Vega a escribir en 1619, en pleno Siglo de Oro español y durante el auge del Barroco, la obra que el prestigioso filólogo, historiador y político Marcelino Menéndez Pelayo consideró la más democrática del teatro castellano: Fuenteovejuna.
Esta pieza clásica cuenta la rebelión de una aldea contra el comendador Fernán Gómez, bajo cuyo poder vive. Gómez es despótico con los aldeanos y abusivo con las mujeres, hasta que pretende apoderarse de Lucrecia, una de ellas, pronta a casarse con su amado Frondoso. Éste amenaza al comendador advirtiéndole que no siga adelante, pero el día de la boda Gómez irrumpe dispuesto a raptar a Lucrecia. Es la gota que colma el vaso, el pueblo entero se rebela contra tanta injusticia y avasallamiento y mata al comendador. Cuando los reyes envían a un juez a investigar y encontrar el asesino, la aldea se atiene a un pacto de silencio y no lo rompe ni bajo las duras presiones del delegado real y finalmente, ante la pregunta acerca de quién mató al comendador, todos responden: “Fue Fuenteovejuna, señor”.
El alzamiento de Fuenteovejuna encontró en Fernán Gómez el destinatario de un hartazgo que había alcanzado su límite. El comendador representaba la ignominia, los atropellos y el maltrato que recibían del poder. Del mismo modo en que Sergio Berni lo representó el lunes 3 de abril, cuando en otro alarde de machismo fue a “poner el pecho” para sofocar a la milésima expresión de indignación e impotencia de una ciudadanía martirizada por una clase política en general y un poder gobernante en particular que la arrinconaron hasta un punto en que ya no hay márgenes ni para la paciencia ni para el razonamiento. Por mucha denuncia penal que haga el sheriff bonaerense, él fue solo el medio para el mensaje enviado por esa ciudadanía. Lo que sucedió puede repetirse con otros representantes de la indiferencia, el destrato, la corrupción y la inmoralidad que esa clase escupe sobre los que en sus discursos de ocasión llama “pueblo”. Y es posible que cada vez que se repita empiece a sonar, en diferentes tonos y de diferentes maneras, una única respuesta: “Fue Fuenteovejuna, señor”. Porque eso es lo que han hecho a través de sucesivas gestiones, y durante largos y penosos años, los usufructuarios del poder: sembrar el territorio nacional de Fuenteovejuna a punto de explotar. Sumergidos en su permanente festival de indignidades, en su forcejeo por meter mano en cajas y latas, por repartirse negocios, botines y porciones o migas de poder, dieron la espalda a su propia creación. En esto unos y otros han sido muy parecidos, aunque algunos usen guantes blancos y otros no enguanten sus zarpas.
Otra advertencia sonó el jueves 30 de marzo, cuando en el Parlamento porteño se presentó, con 54 mil firmas de ciudadanos, una petición que detuvo por el momento un proyecto del Poder Ejecutivo para impulsar otro gran negocio inmobiliario (una de sus especialidades, con las cuales va convirtiendo a Buenos Aires en capital mundial del cemento, mientras otras grandes ciudades expanden espacios verdes), el que esta vez tenía como foco a las tierras de Costa Salguero y Puerto Carrasco y divorciaría aun más a los porteños del río. Se trata, por vía diferente, de una advertencia más hacia la prepotencia y la voracidad de dirigentes y gobernantes. Aunque escrita hace cuatro siglos y transcurriera en Córdoba, España, Fuenteovejuna no está lejos de aquí ni en el tiempo ni en el espacio.
*Escritor y periodista.