Es sabido que el existencialista Martin Heidegger fue un nazi fervoroso y afiliado al partido desde el ascenso de Hitler al poder hasta su suicidio. Hitler lo nombró rector de la Universidad de Freiburg, donde había sucedido a su maestro, Edmund Husserl. Heidegger intentó transformarla en un centro de instrucción de militantes nazis; en su discurso inaugural hizo un elogio servil del nazismo y de la nazificación de las universidades alemanas; expulsó a los docentes y estudiantes judíos; presidió el auto de fe que se celebró en la plaza de la hernosa catedral de piedra roja y, para que no se sospechase que su adhesión al nazismo había sido oportunista, exaltó la “grandeza” de esta doctrina al terminar la guerra, por ejemplo en su Introducción a la metafísica.
Por estos motivos, suele creerse que Heidegger fue un filósofo nazi. Esta creencia es falsa. Primero, porque ese delincuente cultural (como lo llamé en una conferencia que di en Bonn hace cuatro décadas) no fue un filósofo propiamente dicho sino un escribidor, para emplear el término acuñado por Vargas Llosa. Segundo, porque el existencialismo no servía a la causa nazi, ya que no era heroico sino quejumbroso y necrófilo. En efecto, Heidegger había heredado del primer existencialista, el teólogo y periodista Søren Kierkegaard, la obsesión por “el miedo y el temblor”, ajeno a los criminales de guerra que pretendían adiestrar los nazis.
La claridad es condición necesaria de la filosofía auténtica, porque sin claridad no se sabe de qué se está hablando ni qué razones hay para afirmar o rechazar una tesis. Ahora bien, la característica más obvia del existencialismo es su falta de claridad. Baste recordar que Heidegger sostiene que “El ser es ELLO mismo”, y que “La esencia de la libertad es la verdad”. ¿En qué difieren estas oraciones de “El ser NO es ELLO mismo”, y “La esencia de la libertad es la mentira”? Ninguna de estas estas cuatro oraciones tiene sentido. Por lo tanto, no son verdaderas ni falsas.
Juzgue el lector por esta muestra de Sein und Zeit (17ª ed., p. 87, traducción mía): “En su familiaridad con la significación, el ser es la condición óntica de la posibilidad de la descubribilidad [Entdeckbarkeit] del ser, que se encuentra en la manera de ser del estado (disponibilidad) en un mundo, y puede conocerse así en un en sí”. Admito desde ya que puede haber traducciones alternativas de esta ristra de palabras. Lo que no admito es que unas puedan ser mejores que otras, ya que lo que carece de sentido es intraducible. ¿Cómo traducir correctamente “bla-bla”?
Se dirá que algunas de las oraciones que escribió Heidegger tienen sentido. Es verdad, pero no son originales ni profundas: algunas de ellas son perogrulladas, y otras son falsas. Ejemplo de perogrullada: su definición de “velocidad”. Ejemplo de falsedad: “La ciencia no piensa”.
Consideremos ahora el segundo motivo por el cual el nazismo no adoptó el existencialismo. La ideología nazi no hablaba de la angustia ante “la nada” (la muerte) sino de la exultación por el todo; ni del “ser para la muerte” sino del ser para la victoria. Los fascistas de todos los colores pretendían amaestrar a héroes, a superhombres gratos a Nietzsche, no a quejosos paralizados por el miedo a la muerte. Y el existencialismo es una seudofilosofía para cobardes giles, no para héroes piolas. No en vano, el seudofilósofo favorito de Hitler (y de Heidegger) fue el protofascista Nietzsche, quien exaltó la vida peligrosa, el heroísmo, la violencia y en particular la guerra.
Es verdad que el existencialismo y su progenitora, la fenomenología, sirve al fascismo en que, al preconizar la superioridad de la intuición sobre la razón, y al rechazar la ciencia, desarman la independencia de juicio y con ello contribuyen a formar súbditos crédulos, ignorantes y dóciles. Pero esto no basta: el fascista ideal está dispuesto a combatir y a morir por su líder. Recordemos la consigna del fascismo italiano: “Creer, obedecer, combatir”.
En resumen, aunque Heidegger fue un nazi tan entusiasta como servil, no fue un filósofo auténtico, y su seudofilosofía no servía a los fines del nazismo porque era un discurso incomprensible y gimoteador. Las hordas nazis necesitaban consignas fáciles, tales como “Sangre y tierra”, “Tú eres nada, tu nación lo es todo”, y “¡Mueran los judíos y los bolcheviques!”.
*Filósofo.