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Fútbol, política literatura

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Conozco el mecanismo, porque en el fútbol abunda. Consiste en este imperioso afán: conseguir que el otro se calle, establecer algún motivo rotundo por el cual no pueda hablar. Las razones proliferan: haberse ido al descenso, haber perdido un alargue, no tener estadio propio, tenerlo pero lejos, estar abajo en el historial, etc., etc., etc. El corolario es siempre el mismo: “Vos no podés hablar”. En el fútbol este dispositivo no tiene mayor importancia. Ante todo, porque el fútbol mismo no la tiene; pero además, porque como la cláusula inhibitoria le cabe finalmente a todo el mundo, lo cierto es que nadie la acata, lo cierto es que todo el mundo habla igual.

Trasladado a la esfera política, sin embargo, como creo que a menudo sucede, asume muy otro carácter. Con la invalidación de la palabra del otro no es que se lo reduzca al silencio; pero en vez de darse un intercambio, y con eso una discusión de ideas, se cierra la interlocución, el otro queda anulado. Se lo anula si ya gobernó, porque su fracaso está probado; pero también si no gobernó, porque hablar sin hacer es fácil. Se lo anula si su fuerza ganó la elección, porque habla por prepotencia triunfalista; pero también si la perdió por mucho (sería mi caso), porque no representa a nadie. Se la anula mediante el solo escarnio, donde hay burla pero no refutación; o bien cuando se animaliza al otro, pretendiendo que su palabra es ladrido, mugido, relincho, sonidos sin significación, apenas hostilidades. Se lo anula por prejuicios de género, de ideologías, de partidos. Coartadas para no tener que contestar.

Yo soy más bien proclive a dejar que todo el mundo diga, a responder cada vez que quepa, a prenderme en cuanta discusión se ofrezca. Hace un tiempito, por ejemplo, a propósito de un debate sobre las relaciones entre marxismo y literatura, pasé uno de los días más intensos y más estimulantes que recuerde.

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