La variedad puede producir aburrimiento. Sobre todo, si ofrece cambios insignificantes de lo ya muy conocido, como sucede en las series y telenovelas, que atraen a espectadores adormilados o perezosos; los personajes cambian de ropa, pero sus gestos siguen siendo previsibles. Poco se alcanza con la variación de lo siempre igual. Esto es evidente y un ensayista alemán lo dijo cuando se propuso caracterizar el capitalismo.
Lo siempre igual petrifica nuestro temperamento y nuestras costumbres. No las amenaza con la irrupción de lo nuevo, que nos exige pensar y aprender de qué se trata. La variedad pide esfuerzos que no siempre estamos dispuestos realizar. Es reconciliadora la descripción que juzga los sucesos con la frase ”es siempre lo mismo”. Por un lado, no captamos las diferencias. Por otro lado, nos tranquilizamos al no tener que trabajar para hacerlo.
Pero la multiplicidad de noticias casi iguales es un desafío más arduo que una montaña de sucesos distintos. Si quienes leemos la prensa como parte de nuestro trabajo nos cansamos de organizar la repetición para alcanzar alguna idea, imagínense la presión sobre aquellos cuyo trabajo no les exige organizar, sistematizar y recordar.
Por eso parece tranquilizadora la frase sobre los políticos y la política que escucho por la calle y que gente como Milei repite: son siempre lo mismo. Si son siempre lo mismo, también cada uno de nosotros puede ser siempre igual. Pasamos por alto que la aparente tranquilidad de lo siempre igual es el peor de los escenarios, sobre todo allí donde dos de cada tres adolescentes son pobres y la escuela hace lo que puede. En este paisaje social, pedirle a la educación un milagro es descabellado.
El falsa la promesa K de que si se limpian sus prontuarios habrá algo de paz política
Quienes no se interesan por esos detalles fugaces e inconsistentes, responden siempre a la pregunta sobre los políticos con una frase muy de Milei: son todos iguales. Muy pocos, en un transporte público aceptan el diario que he leído y que, respetuosamente doblado, ofrezco a algún compañero de trayecto. Por lo general, termino dejándolo a la vista sobre el banco de la estación donde desciendo, con la esperanza de que encuentre algún lector.
Decadencia. Que esto suceda cada vez que, por la calle, intento un diálogo con desconocidos, me informa sobre la desesperanzada indiferencia que amortigua el pensamiento sobre lo público.
Alberto Fernández acaba de suscribir una carta del Grupo de Puebla que critica al poder judicial chileno. Gente como el presidente argentino puede tener la desdichada fantasía de que el mismo club de presidentes pueda suscribir algo semejante sobre la Argentina. Estos presidentes que no criticarían regímenes autoritarios de otros países de America Latina se han entrometido con el poder judicial de Chile.
Directo al corazón. Tomemos nota. En estos días puede suceder un hecho que lastimaría el corazón de nuestro sistema republicano: la Corte Suprema. Estamos acostumbrados a pensar en los golpes de Estado militares, porque el país ha sufrido varios. Pero estamos menos habituados a darle trascendencia a lo que sucediera con la Corte Suprema. Es una institución a la que cuesta más entender y, por lo tanto, reconocerle su papel fundamental en un gobierno tripartito.
Si se toca a la Corte, toda la estructura de gobierno se vuelve endeble y peligra la defensa de los derechos. Sobre esto escriben los especialistas y me atrevo a suponer que no son las notas que el público sigue con la atención que merecen,
Dicho de la manera más sencilla: si el Gobierno se mete con el Poder Judicial viviremos en peligro, porque las garantías y los derechos pueden quedar desguarnecidos. Quienes padecen hambre en los cinturones de pobreza pueden perder más que los ricos, aunque esto les resulte lejano a su saber y experiencia. Nada hay más extraño a la experiencia que la complejidad de la justicia. Y, al mismo tiempo, si se toca el sistema judicial comienza un terremoto a la turca.
¿Por qué Alberto F le dejaría su lugar a Massa tras haber sobrevivido a CFK y a la crisis?
La única favorecida por tal conmoción sería Cristina, que se dedica noche y día a que los juicios que la conciernen se disuelvan. La amenaza es clara y l a fraseo tal como se escucha en las movilizaciones: si la tocan a Cristina, qué quilombo se va a armar.
Lo personal y lo público. En esta situación de peligro, la vicepresidente y los sectores kirchneristas que la siguen son incapaces de hacer movimientos que no tengan como objetivo sus intereses personales, que incluyen liberarse de procesos judiciales y quedar limpios y radiantes para ganar las próximas elecciones.
Estamos frente a un dilema: si se limpia el prontuario de los jefes y jefas kirchneristas, nos prometen algún tiempo de paz política. La promesa es falsa. Por una parte, no están en condiciones de dominar del todo a quienes marchan reclamando planes. Esos necesitados tienen otros dirigentes, aunque, sentimentalmente, se sientan cercanos de la vicepresidente. Por otra parte, las necesidades materiales no obedecen siempre a las conveniencias de los dirigentes.
La disolución de los liderazgos es algo que deberíamos estudiar como escenario futuro, porque no resulta siempre en la liberación de fuerzas y su empleo en las justas luchas, sino que puede ser un amasijo de tendencias que no arrastran siempre para el mismo lado.
El peronismo está concentrado en evitar o apoyar a Alberto Fernández en su proyecto reeleccionario, y la batalla política trasciende las inestables Mesas que se instalan como muebles para el diálogo. A pocos meses de elecciones, esos diálogos, incluso en países más ordenados, se vuelven difíciles o imposibles. ¿Por qué Fernández le va a dejar su lugar a Massa, después de haber sobrevivido a Cristina y a la crisis? Y si le dejara ese lugar, ¿sería Massa la solución que los ciudadanos esperan? No formulo yo la pregunta, sino que la escucho por las calles. Establecer una nueva dirección política es tan difícil como vencer la inflación.
¿Coaliciones? Se ha llegado a un punto donde solo un cambio y no la repetición de propuestas muy parecidas podría rescatar de lo siempre igual a un futuro gobierno. Quienes tratan de lograrlo, proponen el armado de una coalición. Quienes miran con escepticismo esta propuesta, saben que las coaliciones necesitan de fuerzas políticas organizadas, que respondan a sus jefes después de estar convencidas de que la dirección propuesta es la mejor. No se muestran las condiciones para que tal cosa suceda, mientras se discuten candidaturas de intendencias grandes y pequeñas.
Las coaliciones son producto de acuerdos sólidos. No son una forma de pasar el rato hasta que aclare el horizonte de cada uno de sus participantes, quienes, por supuesto, ven a la llamada coalición como puente y transporte hacia su propio acceso a los gobiernos provinciales y nacionales. Las coaliciones no se inventan de la noche a la mañana, mientras todo el mundo se pelea por candidaturas. Implican la organización de los futuros coaligados. Y esa organización debe ser política.
La palabra coalición es magia si no se tienen en cuenta sus difíciles condiciones de volverse concreta. Sirve para que los analistas reflexionen con inteligencia según los casos, pero se hacen realidad cuando los políticos entienden que ese puede ser el único camino.
Fuera de broma, lo primero a lograr es que el partido de gobierno adopte los modales de quienes aspiran a conducir a otros sectores. No se puede ofrecer solamente algún carguito y un ring para pelearse por los puestos. Sin olvidar que las coaliciones necesitan que existan partidos organizados que firmen los acuerdos y adopten una ética de respeto a lo que se acuerde.
En la Argentina, sin duda, un camino muy difícil.